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Esposito, Roberto (2003-2005). Communitas. Origen y destino de la comunidad e Immunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires: Amorrortu
Papeles del CEIC. International Journal on Collective Identity Research, núm. 1, pp. 1-7, 2018
Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea

Revisión Crítica

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Roberto Esposito. Communitas. Origen y destino de la comunidad. 2003. Buenos Aires. Amorrortu. 214 pp.

DOI: https://doi.org/10.1387/pceic.19352

En Communitas (2003), primer volumen de una trilogía en torno a la comunidad, la inmunidad y la vida, Roberto Esposito analiza la trayectoria seguida por el pensamiento filosófico-político moderno occidental en torno a la comunidad para construir una episteme particular de la misma. En lugar de acogerse al marco de referencia positivo que gran parte de los estudiosos le han atribuido a la comunidad, entendiéndola como el resultado de un acuerdo entre singularidades, el filósofo italiano mantiene una postura crítica que le conduce a reformular la comunidad en términos negativos.

Tomando un argumento de raíz etimológica como punto de partida, viene a sostener que la comunidad no se rige por la dialéctica entre lo común y lo propio, puesto que munus se aplica a ambas esferas. ¿Cómo definir entonces la comunidad? Esposito apuesta por un análisis filológico del término munus, que puede significar onus (“obligación”), officium (“oficio”, “función”) y donum (“don”). El evidente sentido categórico que corresponde a las dos primeras acepciones también se da en la tercera, descrita como una forma de deber que da lugar a la comunidad. Esta deuda, sin embargo, no es reductible a una forma de propiedad tangible ni está definida por presupuestos ideológicos, sino que constituye tanto una ausencia, arraigada a esa obligación original que es común a todo individuo, como a la continua necesidad, ahora del receptor de ese don, de responder a su vez a dicha obligación. La comunidad, por tanto, es entendida como el espacio en el que los sujetos están unidos por una obligación, por un don que debe darse y que no puede no darse.

De este supuesto se deriva una implicación de suma importancia: la intrínseca falta que subyace al origen de la comunidad no puede llegar a conocerse. Esta siempre exige una perpetua reciprocidad e intercambio que problematiza, directamente, la noción de una subjetividad delimitada. En la comunidad, las fronteras que separan a sus miembros desaparecen: la identidad se cede para asegurar la supervivencia. Esta es la ausencia fundamental, aquella que impide alcanzar el origen de la comunidad.

Tras una breve introducción en que divaga acerca del origen de la comunidad y de su falta, Esposito traza una genealogía del pensamiento moderno sobre la comunidad en la tradición filosófica occidental que demuestra, en última instancia, que la comunidad no sólo ha sido un objeto de reflexión filosófica de primer orden, sino que además constituye, todavía hoy, una cuestión problemática de compleja resolución.

En cada capítulo, el autor realiza una lectura densa y pormenorizada de algunos de los pensamientos comunitarios fundamentales que se insertan en esta tradición filosófica. Cinco son los episodios que pautan el relato del filósofo italiano y que, a menudo, parecen dialogar como si formaran parte de una línea de sentido que conduce desde la suspensión de la comunidad merced a una política inmunitaria –tal como suscribe el modelo hobbesiano− a su restitución impolítica –defendida por Bataille−.

Como se ha indicado, el pensamiento de T. Hobbes (1588-1679) inaugura este camino al configurar el espacio para una gramática sociopolítica de la comunidad. Según el pensador inglés, la comunidad se realiza cuando surge la temida posibilidad de una muerte violenta, implícita en la asunción de que todo individuo es capaz del delinquere, esto es, de dar muerte. La respuesta que el filósofo aporta para ese «don de muerte» que encierra la comunidad es, precisamente, la inmunización de los individuos, norma política que permite garantizar la preservación de la vida. En este sentido, lejos de vehicular una posible vía de expiación de ese miedo, para Hobbes la comunidad representa la centralización del mismo, hasta el punto que aquello que constituye la comunidad en última instancia es la sublimación de este miedo a través de la inmunización de todos sus miembros: “sólo disociándose pueden los individuos evitar un contacto mortal” (2003: 65). De este modo, la lógica que impone la conservatio vitae implica no solo el sacrificio de la vida a su conservación –anulación del munus−, sino también de la comunidad misma –destrucción del cum−.

Para J.J. Rousseau (1712-1778), el gran antagonista del pensamiento hobbesiano, la comunidad adquiere un estatuto diferente al fundarse no en el miedo, sino en la culpa que deriva de la imposibilidad esencial de su realización. El filósofo francés instaura, a partir de esta idea, un origen mitológico de la comunidad, que se corresponde con un estado de naturaleza previo, de aislamiento de los individuos, que desaparece tras la unión de los mismos y la consiguiente irrupción de la temporalidad de la historia. Frente a la estructura sacrificial de la historia −única dimensión posible para Hobbes−, Rousseau propone un origen que es una ausencia, un no-ser vinculado a una temporalidad indefinible. No obstante, Esposito revela cómo el pensador ilustrado fracasa en su voluntad de configurar un origen negativum en tanto acaba siendo historizado, positivizado. Así, describirá la comunidad como la figura impolítica de una ausencia originaria, por un lado, y como la realización política que se aspira a cumplir, por otro.

Aunque construido sobre los presupuestos rousseaunianos, el paradigma de I. Kant (1724-1804) se perfila con un elemento novedoso que influirá decisivamente en las posteriores teorizaciones sobre la comunidad. A diferencia de Rousseau, que concibe la ley como resultado de la voluntad, Kant supedita la voluntad a la lógica de la ley y “esta diferencia interna que Kant introduce en la esfera de la voluntad es lo que sustrae a la comunidad de su recaída en el mito” (2003: 116). En tanto alteridad pura, desprovista de subjetividad, la ley (comunidad) no constituye un estado perdido, ni la naturaleza a la que debe retornarse, ni algo históricamente realizado, sino que representa aquello que nos une de una manera a la vez dada e irrealizable: la comunidad aparece como lo imposible. Esta contradicción o paradoja genera una tensión entre la ley y la subjetividad: la ley (comunidad) aparece como fractura del individuo, como un principio que sitúa aquello que los seres humanos tienen en común más allá del límite de la subjetividad.

La lectura antipolítica que Esposito hace del pensamiento de M. Heidegger (1889-1976) entronca con las bases de su propio pensamiento acerca de la comunidad. El autor alemán trató de reconceptualizar la comunidad a partir de una reflexión sobre su propio nexo. Originalmente, la existencia tiene un carácter a la vez singular y plural en tanto es una existencia compartida. Esta no empieza, por tanto, a partir del ser o del no ser, sino con el cum, en la medida en que somos con otros y en relación a otros. En este sentido, Heidegger se desmarca tanto de la ética kantiana como de la filosofía política en sus diversas manifestaciones: no sólo la hobbesiana de la destrucción de la comunidad, sino también la rousseauniana, luego kantiana, de su presuposición-destino.

Un paso más allá es el que dio G. Bataille (1897-1962), figura clave en este trayecto comunitario, con su planteamiento “anti-humanístico/anti-hobbesiano” (nihilista) de la comunidad como resultado de un “contagio provocado por la ruptura de los límites individuales y la infección recíproca de las heridas” (2003: 201). Para el filósofo francés, la comunidad se enraiza en la presencia abismal de la muerte del individuo, que ve desgarrada su integridad en provecho del ser en común. El cum, por su lado, constituye el límite más allá del cual el individuo no puede atesorar una experiencia sin perderse a sí mismo. Esposito continúa los pasos de Jean-Luc Nancy, Maurice Blanchot y Giorgio Agamben al repensar la comunidad como una suerte de comunicabilidad de una nada compartida, de la ausencia de una ausencia, de la apropiación de nuestro proprium más contundente, la vida. Una comunidad de muerte, de aquello que no puede ser común, pero que por la común imposibilidad de su experiencia aúna a los individuos en la comunidad.

Años más tarde, el filósofo italiano publicaría Immunitas (2002), segunda de las obras que integra esta trilogía, donde plantea un análisis etimológico y conceptual, paralelo y complementario al de Communitas, para explicar el reverso de este concepto o, mejor dicho, responder en qué medida la comunidad es siempre un punto de partida y no de llegada.

La inmunidad no es un simple contrapunto semántico a la comunidad, puesto que ambos conceptos se implican mutuamente. Si recordamos el significado etimológico de comunidad, este remitía a un elemento vinculante, expresado a través de la preposición cum, y otro disociativo, el munus, que en sus tres acepciones denotaba una falta, una deuda, un don obligatorio. En este sentido, la comunidad no es un ente que pertenezca a los sujetos, ni siquiera procede ellos, sino que se prefigura como una existencia compartida en la que se disuelve toda pretendida identidad. En la medida en que la comunidad expropia e implica la pura exposición –aquí yace el sentido profundo del munus−, comportando un elemento negativo que se hermana con la muerte, requiere de un “suplemento” o katékhon que contenga ese impulso (2005: 94). Este viene proporcionado por la inmunidad, entendida como la sustracción tanto de las responsabilidades como de las gratificaciones que impone el munus en beneficio de lo propio, lo privado.

Tal como se prefigura en el subtítulo de la obra, la inmunidad remite a la protección y negación de la vida, conceptos que se relacionan de modo tal que la negación constituye la protección de la vida frente a ese elemento puramente negativo que es la comunidad. No debemos pensar, por otro lado, que la inmunidad interrumpe una existencia en común primigenia ni representa una mera contraposición de la comunidad. Entre ambos conceptos se produce una dinámica tensiva que no puede resolverse dialécticamente, puesto que son interdependientes:

“No debe perderse de vista la circunstancia de que la inmunidad, en cuanto categoría privativa, no adquiere importancia más que como modalidad, precisamente negativa, de la comunidad. Del mismo modo en que, desde un ángulo de visión especularmente inverso, la comunidad parece estar hoy inmunizada, atraída y engullida por completo en la forma de su opuesto. En última instancia, la inmunidad es el límite que corta la comunidad replegándola sobre sí en una forma que resulta a la vez constitutiva y destitutiva: que la constituye –o reconstituye− precisamente al destituirla” (2005: 19).

¿Cómo es posible ese doble gesto de la inmunidad con respecto a la comunidad? Como señalábamos antes, a propósito de la etimología de inmunidad, se trata de un “vocablo privativo, o negativo, que deriva su sentido de aquello que niega, o de lo que carece, es decir, el munus” (2005: 14). Si la comunidad se constituye a partir del don, entendido como deuda y exposición, la inmunidad se define como la exoneración de dicha deuda. Podría decirse, en este sentido, que la inmunidad implica un gesto de ingratitud ante esa deuda que es la nada del cum que nos acomuna. No obstante, dicha ingratitud puede convertir a la inmunidad en un elemento necesario para la comunidad, en la medida en que pone freno a la potencia negativa del munus. No obstante, pese a esta carga positiva de la inmunidad, Esposito observa, a partir del análisis de la filosofía y política modernas, una gran paradoja en torno a la inmunidad, dado que representa una “tendencia cada vez más fuerte a proteger la vida de los riesgos implícitos en la relación entre los hombres, en detrimento de la extinción de los vínculos comunitarios” (2005: 8).

En opinión de Esposito, la sublimación de cualquiera de estos conceptos es igualmente peligrosa. Del mismo modo que es inconcebible una comunidad que no aplique un mecanismo inmunitario para preservar la vida de sus miembros, tampoco es posible –ni deseable− que la vida se subordine a una lógica sacrificial que relegue su intensidad a la necesidad de preservación.

Si bien resulta evidente que la comunidad no puede hacer desaparecer la inmunidad que protege la vida mediante aquello que la niega, tampoco puede ampararse en esta para legitimar la aniquilación del otro mediante su rechazo inmunitario. En el devenir político de la modernidad, la deriva inmunitaria liberal se ha sustentado sobre los principios, aparentemente “neutrales”, de la ética y de la economía para excluir los peligros sociales y sanitarios que puedan atentar contra el óptimo funcionamiento de la producción y el goce privado de sus frutos. En ambos casos, el dispositivo inmunitario reacciona férreamente para evitar la intrusión, el contagio:

“Cuanto más el peligro que acosa a la vida circula indistintamente en todas sus prácticas, tanto más la respuesta converge en los engranajes de un dispositivo único: al peligro cada vez más difundido que amenaza a lo común responde la defensa cada vez más compacta de lo inmune” (2005: 13).

Una de las realizaciones extremas en que se despliega el dispositivo inmunitario en la modernidad es la guerra, que niega la vida excusándose en su protección. Sin embargo, más allá de los peligros potenciales a toda inmunidad, esta es necesaria para que exista la comunidad. Es por ello que “lo inmune no es enemigo de lo común, sino algo más complejo que lo implica y lo requiere. No sólo una necesidad, sino también una posibilidad cuyo significado pleno todavía no podemos aferrar” (2005: 31).

Esposito concluye su obra con un capítulo titulado “Inmunidad común”, que, lejos de constituir un error o falta conceptual, abre la vía a una nueva forma de entender la inmunidad, no como disolvente de la comunidad, sino como la posibilidad de una identidad alterada y afirmada a la vez, siendo lo más individual y lo más compartido (2005: 250). He aquí que la inmunidad, esa nada en común que nos confronta con el abismo del sin sentido, puede llegar a sugerir un sentido posible, quizás todavía impensado, desde el cual otorgar alguna significatividad a la vida humana.

En relación al monográfico en que se inscribe esta reseña, las aportaciones filosófico-políticas del autor italiano nos permiten pensar los fundamentos teóricos sobre los que se sostiene buena parte de las ficciones contemporáneas que se sirven del paradigma inmunitario ‒concretamente de sus efectos violentos‒ para representar las identidades que su discurso social produce. Este tipo de ficciones encuentra una de sus más fecundas expresiones en el género zombi, que desde 1960 hasta la actualidad ha dado lugar a cómics, películas, novelas y otras manifestaciones artísticas en las que se representa el miedo y la aversión hacia el otro. Por ejemplo, como señala Alicia Montes (2017), en el caso de la literatura argentina contemporánea, especialmente a partir y a propósito de la crisis político-institucional que se viene dando desde 2001, han sido escritos relatos en los que a través de la figura monstruosa del muerto viviente se expresa el temor y rechazo del discurso hegemónico a las clases populares, merced al cual se legitima su segregación del cuerpo social. Así acontece en los cuentos de la antología El libro de los Muertos Vivientes (2013), entre otros.

Junto a la figura del zombi, también encontramos la de los cuerpos enfermos, fragmentados, monstruosos como el que encarna la madre-hija en Impuesto a la carne (2010), de la chilena Diamela Eltit. En esta novela, las protagonistas consiguen liberarse del espacio hospitalario que las mantiene en cuarentena gracias, paradójicamente, a la apertura de sus cuerpos –políticos– a las heridas de la alteridad, que, en este caso, quedan verbalizadas en la experiencia del testimonio común (Scarabelli, 2015). Tanto unas imágenes como otras, dan cuenta de los efectos opresores de los dispositivos y técnicas de control inmunitarias aplicadas por los Estados contra determinados sujetos, produciendo identidades subalternas que en su configuración traumática pugnan por dar sentido a su experiencia e intervenir en el cuerpo social.

En este sentido, las obras de Esposito pueden ayudarnos a pensar los mecanismos con que estas ficciones articulan la alteridad, especialmente a partir del análisis de los efectos perversos de las políticas de la inmunidad y de la posibilidad de crear un espacio de existencia compartida surgido de dicha experiencia.

Referencias

Montes, A., 2017, “El cuerpo otro y los monstruos. Imaginarios del miedo y la exclusión”, en Amérique Latine Histoire et Mémoire. Les Cahiers ALHIM, 34. Consultado el 21 de Febrero de 2018: http://journals.openedition.org/alhim/5767.

Scarabelli, L., 2015, “Impuesto a la carne. El cuerpo-testigo y el contagio de lo común”, en Kamchatka. Revista de análisis cultural, 6, pp. 973-988.



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