Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Civilización en peligro

 

La Voz de España, 1948-05-28

 

      Que la civilización está en peligro, es hoy un tópico, una frase que todos repetimos sin detenernos a profundizar en ella ni a comprobar su grado de veracidad. Toda una literatura de crisis —crisis económica, crisis moral, crisis de la cultura, de la ciencia, etc.— ha creado un clima catastrófico, en el que el mero acto de sobrevivir, de durar, parece adquirir la significación de un hecho casi milagroso. La filosofía del vivir peligrosos puesta de moda en el siglo XIX alcanza hoy su máxima plenitud.

      Hay en esta frase —«la civilización está en peligro»— mucha ambigüedad. Porque, en definitiva, no estamos todos de acuerdo sobre el sentido de la voz «civilización». Cada cual la interpreta según su propia visión del Mundo y de las cosas. Hay quien identifica la civilización con el progreso material y con una cierta comodidad en el vivir. Para otros la civilización representa un conjunto de tradiciones, convencionalismos y modos, anexos a la comunidad de los pueblos del occidente europeo. En un sentido más noble y universal, civilización quiere decir «civilización cristiana» y consiste, por tanto, en el inmenso conjunto de valores morales y sociales contenidos en el divino mensaje de Cristo.

      Puede ser que varias de estas cosas se hallen en trance a un mismo tiempo y acaso todos tengan razón cuando afirman que la civilización está en peligro. Pero, en realidad, ¿son ciertos esos múltiples riesgos que se anuncian?

      Es curioso, por ejemplo, que en pleno apogeo de la Técnica, cuando tenemos, por decirlo así, al alcance de nuestra mano fuerzas y poderes hasta ahora ocultos, lejos de disfrutar de una dorada Edad —la Edad dorada de la Ciencia— y del encanto de los paraísos mecánicos que se nos habían prometido, veamos amenazadas las más modestas posibilidades de confort. La Técnica, que debiera haber aportado al género humano una era de felicidad, se destruye a sí misma y aprisiona al hombre en lugar de liberarle.

      La civilización material, el progreso técnico, lleva, pues, en sus mismas entrañas las fuerzas causantes de su propia destrucción. Y es que las ventajas prácticas y utilitarias constituyen sólo la «añadidura» del penoso y sublime esfuerzo de la Ciencia pura, pero cuando son buscadas por sí mismas, se esfuman como un espejismo maldito.

      En cuanto a la cultura europea, sin duda se halla también amenazada por múltiples enemigos: razas prolíficas que aportan sus propias tradiciones, o, si se quiere, una ausencia completa de tradiciones y de historia y un conjunto de maneras brutales, aunque eficaces. Sin embargo, los verdaderos enemigos de la cultura europea no deben buscarse allende lejanas fronteras. Una íntima crisis de agotamiento y descomposición, parece desgastarla por dentro, y en ella radica, precisamente, el máximo peligro. Es absurdo pensar que unas elecciones o una batalla desfavorable pudieran decidir la muerte de nuestra civilización europea si ésta no se hallase ya presa de íntimas y graves dolencias. Signos de nuestra decadencia son la disminución de la natalidad, la indiferencia religiosa, el agnosticismo filosófico, el absentismo campesino, el bizantinismo filosófico, el narcisismo literario y, sobre todo, el egoísmo antisocial, que es como un «sálvese quien pueda» en una nave que se hunde. Los enemigos de la cultura europea son, pues, los mismos europeos que han renunciado voluntariamente al rico patrimonio espiritual heredado.

      Por lo que al cristianismo se refiere, tenemos evidentemente la seguridad de que la nave de Pedro continuará bogando en el mar de la Historia hasta el fin de los tiempos. La continuidad de la Iglesia está garantizada por la palabra del propio Cristo. Esto no significa, sin embargo, que la Iglesia haya de ver respetada en todo momento su libertad y su dignidad, ni que la moral cristiana siga siendo la inspiradora de los pueblos civilizados.

      Acaso se avecinan tiempos terribles, en los que el cristianismo se encuentre obligado a encerrarse en nuevas catacumbas, frente a un despliegue inaudito de barbarie y de paganismo materialista. En cualquier caso lo que verdaderamente pone en riesgo la civilización cristiana es la anemia espiritual de muchos cristianos, débiles y rutinarios, que apenas creen en la fuerza de su propia doctrina, que viven sólo de los residuos de una Fe desvitaminizada. En este punto como en los que antes hemos señalado, el adversario más terrible es el que se halla dentro de la plaza. Está, pues, representado por todos aquellos que conservando solamente una religión petrificada y estática como una reliquia, parecen ignorar que aun perdura, en toda su primigenia fecundidad, la fuerza salvadora de la Redención.

      Todo cuanto de accidental y efímero, constituye el ropaje externo de la civilización cristiana podrá hundirse para siempre en el mar de esta crisis histórica. Pero la esencia de nuestra civilización es eterna y de hecho ningún peligro real es capaz de alcanzarla.

 

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