Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La eficacia temporal del Cristianismo

 

Documentos, 11 zk., 1952

 

      El progreso técnico infunde en una gran parte de la humanidad una nueva «fe» en la posibilidad de transformar radicalmente las condiciones de existencia del hombre sobre la tierra: eliminar la ignorancia, el hambre, el cretinismo, el dolor y, si es posible fuera, la muerte, es uno de los esperanzadores hitos de nuestro tiempo. Podrá dudarse o no, del carácter quimérico de esta esperanza terrenal; pero lo cierto es que ella existe y anima la actividad de una muchedumbre de gentes.

      Sobre esta esperanza el marxismo ha construido una doctrina y un sistema de «salvación del hombre por el hombre» en el que no se trata ya de explicar el mal o de integrarlo en una economía superior, —ni de «evadirse de la realidad mediante un artificio idealista»— sino de afrontarlo en su propio dominio, de raerlo de nuestro planeta, modificando efectivamente el panorama de la vida humana. La idea de eficacia temporal es, pues, ineludible, esencial, en la concepción comunista.

      Pero lo más notable del caso es que también nosotros, los cristianos, parecemos contagiados de esta picazón eficacista. Actualmente se observa en algunos medios católicos una especie de expectación morbosa, de desasosiego, de impaciencia, por acometer los problemas de la temporalidad. A la idea, muy extendida, de que «la Iglesia se desfasa», inténtase oponer una actividad profético-futurista, como si se tratase de forzar la marcha de la historia, de anticiparse a «unos» acontecimientos que se avecinan.

      Esta preocupación de los cristianos por la eficacia es para muchos —entre otros para Jacques Leclercq— un signo de confusión, «un signe de désarroi». Ciertamente, constituye un fenómeno nuevo en la cristiandad. Un fenómeno digno de ser estudiado cuidadosamente— no pura y simplemente condenado.

      Desde los primeros tiempos los cristianos no han cesado de considerarse peregrinos sobre la tierra. La frase evangélica: «¿de qué te sirve ganar el mundo si pierdes tu alma?» nos recuerda en todo momento la verdadera meta de nuestros esfuerzos y el auténtico significado de nuestra esperanza. El cristiano sabe que la existencia es inconfortable y trabajosa; pero este mismo hecho no hace sino confirmar la tesis genesíaca del pecado y de su forzosa expiación.

      El sufrimiento mal soportado puede empujarnos a la decepción, pero incorporado a la síntesis cristiana, constituye siempre un valioso instrumento de mortificación y de purificación interior. En cambio, la comodidad, el confort, los mismos legítimos placeres del cuerpo o del espíritu, presentan tantos riesgos de voluptuosidad y de pecado que el cristiano de sensibilidad ascética no puede menos de mirarlos con desconfianza.

      Por otra parte, la liberación física no es, desde el punto de vista cristiano, sino algo muy secundario: las cadenas materiales no pueden aherrojar el alma. La verdadera liberación es la espiritual; la libertad de los hijos de Dios resulta divinamente compatible con la servidumbre y la esclavitud física. (He aquí lo que los marxistas consideran como una evasión, como un truco idealista).

      Estábamos acostumbrados a ver a los cristianos caminar por el tiempo con pasos de eternidad, ajenos a lo mudable, tratando sólo de pescar lo eterno en el océano de lo efímero. Por eso nos sorprende más la actitud de estos cristianos de ahora, conturbados por la prisa, por la obsesión del tiempo y de sus formas inestables.

      Es cierto que el cristianismo es una fuerza histórica, un principio inspirador de civilizaciones; pero desearíamos saber hasta qué punto esa acción temporal es parte esencial del mensaje evangélico y en qué medida se reduce, al contrario, a una exigencia impuesta por la necesidad de entrar en contacto con el mundo para evangelizarlo o a una consecuencia accesoria, un subproducto casi sin importancia de la renovación que la gracia opera en el alma del cristiano.

      El problema de la eficacia temporal del mensaje evangélico es un problema de fondo y es conveniente que lo entendamos de esta manera. Para poder medir el alcance de la participación del Cuerpo místico en el proceso histórico necesitaríamos saber lo que hay de eterno en la historia: el valor de perennidad que poseen las culturas y las civilizaciones. Quienes crean que todas ellas son radicalmente pasajeras, que están condenadas de antemano a una total destrucción, no aceptarán sin escrúpulo sino una eficacia inesencial, sea de puro medio, sea de pura consecuencia. Quienes, al contrario, admitan que esta maravillosa nave del mundo no es un simple escenario, sino algo que, transfigurado, ha de constituir el reino de las almas y de los cuerpos resucitados, estará en mejores condiciones para atribuir al cristianismo una eficacia esencial en el orden de las realidades terrestres.

      Pero ¿tenemos los cristianos elementos suficientes en la revelación para adoptar una postura decisiva a este respecto? Acaso la diversidad de posiciones entre optimistas y pesimistas sea sólo una consecuencia de la diversidad de temperamentos o de talantes religiosos. De todas suertes estas dos mentalidades se opondrán en el curso de todo el diálogo, manifiestamente unas veces y subrepticiamente otras. El lector podrá pulsarlas a medida que vaya leyendo estas páginas.

 

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