Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Reflexión filosófica sobre el sacerdocio

 

Documentos, 13 zk., 1953

 

      En todas las religiones el sacerdote se halla por encima del simple fiel, en virtud de los poderes que se le atribuyen y de la misión sagrada que está llamado a desempeñar.

      Esta misión consiste fundamentalmente en el ofrecimiento a la divinidad de actos sacrificales, función privativa del cuerpo sacerdotal, a la que eventualmente pueden agregarse otras menos características, tales como la administración de la justicia, el desempeño del magisterio profano y, en bastantes casos, el ejercicio de cierta soberanía temporal, más o menos autónoma.

      Ninguna religión había pretendido, hasta que vino el cristianismo, imprimir a todos sus adeptos un carácter sagrado y sacerdotal, darles a todos una igual y plena participación en los bienes espirituales de la comunidad, derechos iguales e iguales privilegios en lo que concierne a la vida la fe.

      Frente a las religiones antiguas, atentas casi exclusivamente a los gestos exteriores, el cristianismo es, ante todo, una religión de la interioridad que se desarrolla primordialmente en el plano de la conciencia personal, es decir, en ese templo interior del que cada hombre ha de ser sacerdote y guardián. En este sentido, y en otros que se irán precisando en las páginas siguientes, puede decirse que todos los cristianos son sacerdotes de Cristo. La conciencia de su carácter sacerdotal, que nunca había escapado a la fina percepción de los espirituales cristianos, ha ido penetrando cada vez más en el pueblo fiel. En ciertos momentos este descubrimiento llegó a impresionar a algunos de los descubridores, hasta el punto de que quisieron encerrar dentro de las conciencias la totalidad del mensaje cristiano, haciendo del cristianismo una mística extraña al orden social. Negaron, pues, a la Iglesia, todo carácter visible y toda jerarquía y trataron de borrar el rastro de un sacerdocio ministerial, considerando al pueblo cristiano como un pueblo santo, formado sólo de reyes, que ya no admiten autoridad humana alguna en el orden espiritual.

      Esto preparó el camino a las sociedades sin Dios de nuestro tiempo, que no reconocen en modo alguno el hecho religioso y que constituyen una innovación histórica de enorme significación.

      Hasta ahora no se había conocido, en efecto, ninguna civilización en la que no se reservara un puesto importante al sacerdocio dentro de la organización social. No había habido culturas ateas ni se había intentado nunca eliminar por completo la idea de Dios de la actividad ciudadana. Ninguna legislación había pretendido considerar al sacerdote como a un ciudadano cualquiera, ni someter las cosas sagradas a los preceptos de derecho común concernientes a las cosas profanas.

      Por muy formalistas y exteriores que las religiones de los pueblos antiguos fuesen, siempre existió en ellos un culto público y unos ministros encargados de mantenerlo.

      Puede decirse, pues, que la experiencia secularizadora, llevada hasta su último extremo, representa una novedad cuyas consecuencias, sin duda muy graves, resultan por el momento imprevisible. La simple reflexión filosófica, aplicada al conocimiento elemental del hombre y de lo humano, basta para mostrarnos la necesidad de que en toda sociedad bien organizada existan hombres dotados de cierta superioridad moral o espiritual, separados de los demás por una vida más pura, desligados de terrenales compromisos y a los que sean confiados las relaciones del hombre con el Misterio.

      Una sociedad sin sacerdocio debe sin duda, hallarse expuesta a los más terribles accidentes, pues el sentimiento religioso, necesita ser encauzado, so pena de degenerar en un morbo o pathos, altamente dañino.

      Sin duda, la civilización moderna y el humanismo técnico han intentado desviar ese sentimiento hacia objetivos puramente terrestres, reemplazando al sacerdote por el hombre de ciencia y el misterio religioso por los secretos de la naturaleza. Pero no está probado todavía, que esta desviación no produzca serias enfermedades sociales y la experiencia contemporánea muestra ya que una inquietud religiosa, insatisfecha y ululante, está originando enormes trastornos psíquicos en innumerables hombres y mujeres que habían sido privados de toda posibilidad de contacto normal con el misterio religioso.

      Antes de entrar en el terreno teológico, en el que forzosamente habremos de movernos a lo largo de estas páginas, conviene, pues, que hagamos un análisis del sacerdocio, considerado como parte diferenciada de la sociedad temporal. El alcance de esta investigación será, por el momento, amplísimo, abarcando toda suerte de concepciones religiosas, con tal de que admitan una proyección social, es decir, que no sean religiones de pura inmanencia personal.

      Â¿Qué significa el sacerdote en la vida social? ¿Por qué es necesario que haya sacerdotes? ¿Por qué, por otra parte, debe haber «laicos», es decir, por qué todos los hombres no deben ser sacerdotes?

      El Sr. Celier se ha aplicado a la investigación de estas cuestiones en el trabajo que sigue a estas líneas, «Réflexion philosophique sur le sacerdoce», utilizando un método dialéctico que se muestra altamente fecundo en el descubrimiento de ciertos aspectos sociales del sacerdocio y del laicado. Su línea de pensamiento puede ser fácilmente seguida a través de los meandros de sus tesis y antítesis y, al término de este periplo de sabor hegeliano, se tiene la impresión de que las ideas han quedado bastante bien ordenadas, quizás demasiado bien.

 

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