Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Espiritualidad y política

 

Publicaciones del Colegio Mayor Universitario de San Pablo, 1954

 

      El Santo Padre, en el discurso que pronunció el día primero de noviembre del año 1954, con motivo de la dedicación de la nueva fiesta de la Realeza de Maria, volvió a referirse con palabras llenas de auténtica preocupación al «cansancio de los buenos», es decir, a esa crisis de desánimo y desconfianza en el futuro que parece haberse apoderado de los cristianos de nuestro tiempo.

 

Crisis de confianza en la política

 

      Esta vez las palabras del Pontífice se dirigieron a los políticos y gobernantes, es decir, a aquellos que de un modo especial llevan sobre sí la responsabilidad de los asuntos públicos. «¿No se nota en sus filas —se preguntó el Papa— una especie de cansancio, de resignación, de pasividad, que les impide afrontar con firmeza y tenacidad los arduos problemas de la hora presente?».

      El fenómeno de la fatiga y de la desilusión está demasiado patente en nuestro mundo occidental para que nadie pueda negarlo. El Santo Padre no exagera. Sus palabras no son, claro está, meras formas oratorias. La insistencia, la reiteración con que una y otra vez vuelve sobre la misma idea, prueban que no se trata de simples frases, destinadas a estimular la voluntad de acción de los católicos, sino de algo que inquieta enormemente el corazón del Pontífice. Fundadas en una hondísima visión de la realidad y en una especial sensibilidad para percibir los signos de nuestro tiempo, esas palabras encierran sin duda, un genuino sentido profético y tal vez por eso mismo el mundo se niega a recibirlas.

      Se produce hoy una crisis de desconfianza en la política que alcanza a los mismos políticos. Es cierto que se sigue haciendo política pero en la mayor parte de los casos a ras de tierra, es decir, sin creencias, sin fe, sin espiritualidad.

      Un pesimismo «sui generis» que nada tiene de evangélico se extiende hoy por gran parte del mundo católico, arrebatando a los cristianos lo poco que les queda de confianza y de fe en el porvenir. Hemos vuelto en cierta manera a la época de los finales del Imperio y de la alta Edad Media, cuando, destruida la gran estructura política pagana, los filósofos cristianos acentuaban la desconfianza hacia el mundo y sus obras, e insistían sobre la debilidad e insuficiencia del orden jurídico y la destrucción operada por el pecado original.

      San Agustín, en la necesidad de hacer frente a los errores pelagianos, e influido además por la desastrosa marcha de los asuntos políticos del Imperio, Había también subrayado el punto de vista pesimista, aunque nunca hasta el grado que luego han pretendido sus comentadores protestantes y jansenistas. Pero en la época postagustiniana este pesimismo se exagera y hay que aguardar a la llegada de Santo Tomás para que se restablezca la relativa confianza que merece el orden humano, aun después del pecado original.

 

Falsa mística de la desconfianza política

 

      La desconfianza hacia el orden natural de traduce también ahora en una falsa mística que pretende fundarse sobre todo en el conocimiento histórico y sociológico de los pecados, de los vicios y de las deficiencias radicales de todas las sociedades humanas, para desacreditar y desvalorizar la actividad pública y llevar a los católicos a una especie de escepticismo político generalizado.

      Puesto que la culpa original vicia desde sus raíces todas las obras humanas y, como consecuencia de ello, el pecado hace presa en el Estado y corrompe inevitablemente todas sus esferas, volvamos —dicen estos pseudomísticos— nuestra mirada hacia la vida sobrenatural, abandonando el mundo a sus destinos y a su propia brutalidad y malicia.

      Pero si el Estado es concebido como un reino de injusticia asentado sobre la desconfianza y el temor, fundado en el triunfo de los fuertes sobre los débiles y mantenido sólo por la astucia, la fuerza, la violencia y la irresistibilidad del poder, habrá que abandonarlo a su propia miseria e injusticia radical. Mientras tanto nosotros los cristianos, con nuestra vestes blancas e inmaculadas, formaremos una iglesia de santos y de predestinados, una teofanía que nada querrá saber de las brutalidades del mundo exterior ni de las ambiciones y luchas políticas.

      El maquiavelismo será pues la ley propia del Estado, y la espiritualidad, la santidad, la Gracia, nada tendrá que ver con la política.

      Â¿No veis a qué reprochables consecuencias nos conduce esa falsa mística a que me refiero?

      Y aún podemos seguir otro camino que nos llevaría también a conclusiones no menos lamentables, aunque opuestas a las anteriores.

      Si la destrucción del orden natural corrompe, hasta el punto que hemos dicho, el orden social, la Iglesia deberá suplir la deficiencia del Estado.

      Lejos de reconocer en el Estado un orden propio e independiente en el que normalmente podamos confiar y poner nuestras esperanzas, deberemos someterlo a la constante tutela de la Iglesia.

      No sólo en los asuntos comunes que interesan a ambos poderes, sino en todos los terrenos, incluso en los puramente técnicos y temporales, iremos a buscar el apoyo de la Iglesia y la influencia de la Iglesia, sin que el Estado pueda dar un paso por sí mismo ni se pueda depositar la mínima confianza en los que el Estado haga por sus propias fuerzas.

      En suma, esto nos llevaría a las más absurda y extemporánea de las teocracias.

      Pero aun sin llegar a estas deformaciones extremas, a las que sólo apunto para subrayar mejor mi pensamiento, es evidente que estos últimos años se ha desvalorizado y desacreditado la actividad política a los ojos de los católicos y que muchos de estos han llegado a creer que una concepción genuinamente cristiana de la vida les obliga a apartarse de las confusas luchas por el poder político. El «dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César» lo interpretan en el sentido de consagrarse ellos a la religión y al apostolado o a un buen vivir personal y familiar, dejando que el César se las componga como pueda, o como quiera, en los asuntos del Estado.

 

La crisis de confianza entre los jóvenes

 

      Yo tengo la impresión, aunque puede ser que me equivoque, de que esta crisis de desconfianza en lo político alcanza, en mayor grado, si cabe, a los jóvenes.

      Â¿No es verdad que la mayor parte de los jóvenes de vuestra generación carece por completo de fe política y, lo que es peor, se ha formado una idea bastante poco noble, bastante poco generosa y también bastante poco esperanzadora de la política? Yo quisiera escucharos después y que mi dijerais si es cierto lo que aquí y en otras partes se repite acerca de la juventud de hoy: que no tiene vocación política y que únicamente pone su ideal en asegurarse una existencia personal y familiar suficientemente confortable.

      El fenómeno es grave, porque sin fe política los mejores entre los jóvenes de hoy, dirigirán su atención y sus esfuerzos a otras finalidades más o menos elevadas de la vida, pero se desentenderán de los asuntos públicos.

      Pondrán su empeño en llegar a ser buenos padres de familia, excelentes profesionales; pero abandonando el terreno político comprometerán todas esas cosas a las que ahora dicen aspirar: ese bienestar familiar y profesional, ese buen vivir material y espiritualidad de honrados ciudadanos sin matiz político.

 

Gravedad del abstencionismo político

 

      Nada más grave para un pueblo que el abstencionismo político de los buenos. Y conste que no me refiero al abstencionismo táctico o metódico, que en muchos casos es o puede ser un modo de actividad política conveniente o impuesto por las necesidades, un modo de actuación como otro cualquiera, de eficacia discutible ante casos concretos, pero cuya legitimidad no me parece ser puesta en duda por nadie, sino al abstencionismo radical, egoísta fundado en la pereza, en la desilusión y en la desgana que es al que sin duda alude el Santo Padre al hablar de la pasividad política de los buenos.

      En cierto modo, esta situación ha sido fomentada y predicada desde el mismo campo católico en nombre de una pretendida espiritualidad o mística de la Cruz y también, en un plano más inferior, por la pretensión, un poco ingenua, de asegurar la unidad política de los católicos, colocándolos al margen de las divergencias partidistas que dividen a los hombres.

      Â¿No nacen de la política las discordias que separan a los hermanos, las luchas que tantas veces enfrentan unos con otros a los hombres de buena voluntad?¿No se engendran en su seno las guerras, los afanes, las ambiciones, las injusticias, que rompen la unidad religiosa de los pueblos y alteran la paz espiritual de los individuos?

      Parece, pues, que el espiritual cristiano debe huir de la política, apartarse de este mundo empecatado, donde la soberbia y el espíritu de división constituyen una tentación constante y casi insoslayable. ¿No se nos ha aconsejado muchas veces esto mismo?¿No se nos ha dicho y repetido que nos dejemos de «políticas» y busquemos lo que une a los espíritus y no lo que los divide?

      Y, sin embargo, si aceptásemos esos consejos, si para perfeccionar nuestros afanes de espiritualidad nos creyéramos obligados a abandonar la actividad pública —ejercida de un modo o de otro por los que vivimos en el mundo— cometeríamos un tremendo error, uno de esos errores que se pagan caros, no sólo en el dominio social, sino también —y en esto no se piensa tanto— en el dominio mismo de la propia espiritualidad.

 

Espiritualidad de la política

 

      He aquí por qué me parece tan importante en los momentos actuales tratar de averiguar cuál es la medula ascética y moral de la política, algo que pudiéramos llamar espiritualidad de la política y que sobrepasaría el punto de vista meramente deontológico, porque, como vamos a ver inmediatamente, este punto de vista deontológico, y en cierto modo externo, no es suficiente respecto a la política.

      Lo opuesto de la concepción que vamos a exponer es el politicismo o fisicismo político, la idea de que la política se halla regida por criterios utilitarios y reglas empíricas, de que es una técnica como cualquier otra: el arte de dominar a los pueblos, de mantenerlos en equilibrio, de conducirlos a sus destinos futuros, de hacerlos grandes y poderosos. Aun suponiendo que una concepción de este género rechazase el maquiavelismo y que admitiera la subordinación externa de la política a la moral, estaría lejos de la visión teológica.

      Es cierto que la política comporta también una técnica; pero la diferencia entre ella y una pura técnica radica en que su finalidad es el bien moral en uno de sus aspectos esenciales y no un bien meramente material, indiferentemente en sí mismo a las categorías éticas. Por esta razón la injusticia la destruye en su propia sustancia, lo que no ocurre en el caso de las técnicas ordinarias. Así, por ejemplo, la técnica atómica, el arte de explotar esas nuevas fuentes de energía, debe ser aplicada a buenos fines y en este sentido decimos que se halla subordinada a la moral; pero, aunque fuese aplicada a fines malos, no perdería su bondad intrínseca: sus teoremas, sus fórmulas, sus métodos empíricos no habrían perdido su validez física. En una palabra, seguiría siendo una buena técnica atómica. En cambio, cuando las artes políticas son aplicadas a malos fines, se convierten automáticamente en malas artes; su mismo valor intrínseco queda destruido por la injusticia. Una política injusta no es sólo una política injusta, sino que es además una mala política.

      A veces, los católicos caemos también en una especie de politicismo práctico. En el fondo, como tantas veces les ocurrió a los apóstoles, desconfiamos de la eficacia práctica de la doctrina del Maestro y queremos buscar por nuestra cuenta los caminos para salvar su causa. Movidos por nuestro afán de propagar el bien, por nuestra impaciencia, puramente humana, frente a la marcha de los acontecimientos o ante las resistencias que encuentra nuestra acción apostólica y por el deseo de asegurar a la Iglesia una paz, en sí misma altamente deseable, nos inclinamos también a la aplicación de técnicas políticas y medios humanos, más o menos brutales, aunque finjamos no ver esa brutalidad y queramos ignorarla, cerrando pudorosamente los ojos y dejando a los políticos el cuidado y la responsabilidad de aplicar medidas que repugnan a nuestra sensibilidad cristiana y acaso a nuestra propia conciencia.

 

Distinción entre virtudes políticas e individuales

 

      La política es una rama de la moral: no aquella, evidentemente, en la que se trata de realizar el bien personal, sino la que trabaja por el bien social de una multitud de personas. Precisamente por esta razón cabe establecer una distinción formal entre las virtudes políticas y las virtudes individuales. Es decir, que las virtudes políticas no son pura y simplemente prolongación de las virtudes individuales.

      El bien que persigue el político no es, repito, un bien privado, personal o familiar, ni siquiera el bien de una clase o de un grupo social, sino el de toda la sociedad.

      No puede evidentemente, ni como legislador ni como gobernante, invalidar la esfera religiosa ni tratar de imponer por la coacción estatal, preceptos morales o creencias que el hombre está llamado a profesar y practicar libremente. Pero sí debe contribuir a la preparación de una atmósfera social adecuada para que el hecho religioso, individual y colectivo, tenga fácil y plena realización.

      La actividad política es, pues, superior a la actividad privada, no intensive pero sí diffusive, es decir, bajo el aspecto de la comunicación y de la difusión del bien, pues permite hacer llegar el bien a un mayor número de personas.

 

Moralidad intrínseca de la política

 

      De aquí se deduce que la política es algo intrínsecamente moral, es decir, que no sólo se presta a aplicaciones morales como cualquier otra actividad humana, constitutivas de una Deontología política, sino que su trama misma es de carácter ético-moral.

      El bien, todo bien, tiene razón de fin. Es decir, que el bien de una cosa consiste en la realización del fin, su adecuación perfecta al fin para el que ha sido hecha o creada. Este principio alcanza a todas las cosas del universo, sean obra del creador o producto del ingenio o de la industria humana.

      El supremo bien, la suma perfección que puede alcanzar una criatura consiste en la plena realización de su fin; pero como la naturaleza racional del hombre exige una perfección consciente, conocida por su inteligencia y querida libremente por la voluntad, o sea la plena expansión de las potencias humanas, el bien del hombre no es otra cosa sino su felicidad, y así la felicidad va unida a la perfección, a la plena realización del bien. De aquí la definición de Aristóteles: «el bien es aquello que todos apetecen».

      Hasta tal punto van unidas estas dos cosas que el hombre no puede buscar su felicidad sin buscar la gloria de Dios, ni puede buscar la gloria de Dios sin buscar al mismo tiempo, aun sin proponérselo, su propia felicidad. Separar esas dos cosas para preguntarse cuál de las dos en más importante para nosotros conduce a un pseudo-problema, es decir, a un problema de enunciado contradictorio.

 

Armonía entre el bien supremo y los bienes intermedios

 

      Pero la visión de ese fin supremo y de esa perfección bienaventurada a la que Dios nos ha destinado no debe hacernos olvidar que existen en la vida humana otros fines, fines intermedios o infravalentes, distintos del fin último, aunque enteramente subordinado a este.

      Desconocer la radical subordinación de estos fines al fin supremo de la vida humana sería como producir el grito de la eterna rebeldía, el «non serviam» de los ángeles revolucionarios.

      Pero negar la diversidad de esos fines, su diferenciación específica, la consistencia propia de cada un de ellos, equivaldría a ignorar la multiforme grandeza de la Creación, con sus órdenes jerárquicas de seres y de formas colectivas, aplastar las esferas, recaer en un monismo que es la negación de la obra de Dios.

      En lo que concierne al hombre, estos fines intermedios corresponden a los diversos órdenes de la vida humana natural, órdenes que Dios ha querido que realicemos aquí abajo y que aunque sean en sí mismos imperfectos —pues están clamando por un fin superior— representan una perfección relativa.

      La realización de cada uno de estos fines implica un bien, un bien moral, es decir, propio de la naturaleza racional, un bien consistente y deseable, que el hombre debe perseguir y que, de un modo parcial, realiza su felicidad temporal y le conducen a su felicidad eterna.

      Entre estos fines intermedios se encuentra en primer término la realización de la vida social, del buen vivir temporal de los pueblos, la cultura y el progreso humano, la ley, la justicia, el orden y la paz social, la educación, la conservación histórica de las tradiciones y de los bienes adquiridos de generación en generación.

 

Irrenunciabilidad de la acción política

 

      El hombre no puede, en cierta manera, renunciar a estos bienes del mismo modo que no puede prescindir de aquellos fines. Elegir entre ellos los más elevados, como hace el contemplativo, renunciando a los más inferiores, cuando las exigencias de la caridad lo permitan, es legítimo y virtuoso. Limitar los propios fines, reconociendo la incapacidad para rebasar determinado orden de posibilidades, es un acto de prudencia: nada hay que objetar contra él, y así Cicerón excusa a los que no se ocupan del bien público y dejan a otros «el poder y la gloria de administrarlos», ya porque se consagren a menesteres más altos, a los que son llamados por la excelencia de su espíritu, o porque su salud u otros graves motivos se lo impidan (Citado por Santo Tomás en I.IIe 61, 5).

      Pero abandonar esos fines por egoísmo o por comodidad es un modo de proceder condenable, y así dice Santo Tomás que «desertar de los negocios humanos, allí donde la necesidad se impone es vicio y lo contrario virtud» (I.IIe. 6r.a.5). Tanto es así que el mismo acto de retirarse a la vida contemplativa cuando las necesidades de la sociedad y del prójimo exigen de un modo perentorio y grave la presencia en el mundo, sería un vicio vituperable. Y el propio Aquinense cita estas palabras de San Agustín que encierran todo un conjunto de problemas de evidente practicidad: «El amor de la verdad busca la santa ociosidad; la necesidad de la caridad acoge el justo negocio: cuando no hay quien le imponga esta carga, debe dedicarse a descubrir y profundizar la verdad; pero si se la impusiesen, debe aceptarla por necesidad de caridad» (Ciudad de Dios, capítulo XIX).

      Renunciar sistemáticamente a la política en cualquiera de sus formas, sea en el ejercicio de las funciones de gobierno o en el de una justa y recta oposición —tal como modernamente puede entenderse este concepto, que nada tiene que ver con el espíritu de rebelión y de desobediencia al poder legítimo— puede ser en algunos casos virtud, pero en otros muchos será un pecado de omisión, precisamente porque la política aspira a la realización de uno de sus fines intermediarios, queridos por Dios, a que nos referíamos hace un instante: el bien común, bien honesto —es decir, propio de hombres— y que abarca lo material y lo ético de una multitud de personas.

 

Distinción entre el bien común y el bien individual

 

      Pero no olvidemos que el bien común es específicamente distinto del bien individual, porque se cae fácilmente en el error de creer que entre el bien común y el bien privado existe una identidad de naturaleza y una diferenciación meramente cuantitativa, la misma que puede existir entre el bien de uno y los bienes de unos cuantos. Entre aquellas dos clases de bienes, bien común y bien individual —privado o «monástico», como le llama Santo Tomás en su terminología latina— hay una diferencia de naturaleza, de la misma manera y por la misma razón que hay entre la sociedad (unidad moral) y el individuo (unidad ontológica) y entre los fines en que esos sujetos se perfeccionan (bien personal: dar gloria a Dios en el cielo; bien común temporal: realizar el buen vivir temporal, material y moral de una multitud de personas).

      Y el propio Santo Tomás precisa que «el bien común de la ciudad y el bien particular de una persona difieren entre sí formalmente y no sólo en cantidad».

      La diversidad específica en los fines de la vida humana obliga a Santo Tomás a especificar las virtudes que tienden a ellos y a distinguir, de esta guisa, entre la prudencia privada o monástica llamada a dirigir la vida personal de cada hombre hacia su último fin y la prudencia política que encamina sus actos hacia el bien de la comunidad social. Y, análogamente, entre la justicia particular o justicia conmutativa que rige las relaciones entre individuos y la justicia legal o social que somete el bien de cada una de las partes, el bien particular de un ciudadano o de una familia o grupo social, al bien del todo, al bien común de la ciudad.

      Santo Tomás se plantea en la cuestión 47 de la IIªIIe el problema de «si la prudencia que concierne al bien propio es de la misma especie que la que se extiende al bien común», y concluye afirmando que, por razón de fin, la prudencia política, ordenada al bien de la ciudad o del reino, debe ser considerada como específicamente distinta de la prudencia «monástica» (individual) o de la prudencia «económica» (doméstica), adecuada al bien de la familia.

      La razón de esta distinción específica radica, como antes hemos apuntado, en que las especies de hábitos son diversificadas por la diversidad de fines u objetos de esos actos. «De la relación a fines diversos —dice el Aquinense— se sigue necesariamente la diversidad de especies para los hábitos. Ahora bien, el bien propio de uno solo, el bien de la familia y el bien de la ciudad constituyen otros tantos fines diversos. Luego es necesario que las prudencias difieran entre sí específicamente según la diferencia de estos fines».

 

La prudencia, virtud esencial del político

 

      Confundir la prudencia política con una prudencia individual o privada proyectada a mayor escala, es lo mismo que creer que para dirigir los asuntos públicos es suficiente la prudencia de un excelente monje o la de un honrado padre de familia, grave error que suele traer pésimas consecuencias. Esos hábitos son diferentes y distintas son también las virtudes que los perfeccionan: la prudencia monástica o personal, por una parte; por otra, la prudencia doméstica, que Santo Tomás llama económica, y, en fin, en el orden más extenso, la prudencia política o social.

      La ignorancia de esta diversidad explica también el escándalo de algunos que se figuran que es misión del Estado corregir todos los abusos morales, impedir todos los pecados privados, obligar a las gentes a entrar por el camino del bien y de la verdad religiosa. Esta es la razón por la cual esos tales no pueden comprender la doctrina de la Iglesia sobre la tolerancia pública de los males privados y hacen consistir esa tolerancia en la manifestación de una impotencia o de una imposibilidad «de facto», cuando, en muchos casos, es más bien expresión de las limitaciones propias del Estado a su propio fin, que es sólo la realización, el mantenimiento y la distribución —en la medida en que es distribuible— del bien común temporal.

      Esta prudencia política no es exclusiva de los príncipes, de los legisladores políticos y gobernantes, sino que debe extenderse también al pueblo, a los súbditos, si no en su cualidad de súbditos, sí en su cualidad de hombres razonables. Porque —añade Santo Tomás— «todo hombre, en cuanto ser razonable ejerce una parte de gobierno según el libre juego de su razón». De aquí concluye Santo Tomás, recogiendo una bella expresión de Aristóteles, que la prudencia está en el príncipe, a la manera de un arte arquitectónico, y en los súbditos, a la manera de un arte manual.

      En el alma del político debe resplandecer pues, con toda su fuerza creadora y constructora —arquitectónica— esa virtud de la prudencia política, que dirige hacia el bien común la acción del hombre político, del gobernante, del legislador, del parlamentario, del ciudadano libre, enseñándoles a todos a inventar y concretar los medios y permitiéndoles tener presentes en todo momento los fines y los principios morales que deben regir la vida de la comunidad política al mismo tiempo que la infinita variedad de circunstancias de que la realidad está tejida.

 

El político, servidor del bien común

 

      También por lo que se refiere a la justicia introduce Santo Tomás una diferencia formal entre la justicia privada, que concierne a las relaciones y a los bienes particulares de los individuos y la justicia social que se relaciona con el bien común, el bien del todo, formalmente distinto como hemos visto del bien de una persona.

      Este punto aparece minuciosamente tratado en la cuestión 58 de la IIªIIe.

      Por encima de la justicia conmutativa que rige las relaciones privadas entre personas, hay que colocar la justicia doméstica, que rige las relaciones entre los miembros de la familia, los esposos y los hijos, los señores y los criados. Y en un orden todavía más general, la justicia legal, que somete los bienes particulares de los ciudadanos y de las familias al bien común de la ciudad.

      La justicia legal busca precisamente esta subordinación de los bienes particulares al bien de la comunidad, en la medida en que esto puede y debe hacerse. En este sentido, la justicia legal o social puede ser considerada también como virtud general, pues es causa universal de las demás virtudes morales. «De la misma manera —dice Santo Tomás— que la caridad puede ser calificada de virtud general porque subordina los actos de todas las virtudes al bien divino, otro tanto le ocurre a la justicia legal que subordina estos mismos actos al bien común».

      Esta hambre y sed de justicia, este afán de servir al bien común, lleva al hombre a realizar toda clase de actos virtuosos. En el plano natural, nada más noble ni más elevado. Para el filósofo que no conoce el orden de la Caridad, del amor divino, la justicia social, el servicio de la comunidad, es el impulso supremo y la coronación de todas las virtudes privadas.

      En esta abnegación, en esta desnudez total, el político encuentra motivos de perfeccionamiento personal, rayanos ya —si se me permite esta impropiedad teológica de lenguaje— con las virtudes sobrenaturales. Si fuese posible hablar de una espiritualidad natural, diríamos que la más alta espiritualidad humana es la que se inspira en la justicia social.

      El político debe saber vivir pobremente, renunciando a ventajas y beneficios en sí mismos legítimos, si con ello cree poder servir mejor a la Sociedad. Debe renunciar incluso al prestigio, a la fama, saber desaparecer, sacrificar sus ideas particulares, su bienestar y su propia vida para servir a la ciudad.

      Si hay en el orden humano natural algo que pueda ser grato a los ojos de Dios, debe ser esa generosidad, ese desprendimiento de sí mismo de que dan prueba los servidores heroicos del bien común.

      Pero esta perfección puramente humana y esta espiritualidad imperfecta están clamando por una perfección sobrenatural y una espiritualidad genuina, fundadas en el comercio del alma humana con Dios, la participación en la misma vida divina.

 

La vida política no es la meta suprema

 

      Nosotros sabemos que la vida social no es la meta suprema de la vida humana, que el Estado no agota ni perfecciona definitivamente al hombre; fuera y más allá del Estado, el hombre está destinado a un fin superior. Pretender que la prudencia y la justicia legal sean la regla superior y el criterio máximo, constituiría un error de graves consecuencias. Los cristianos no podemos aceptar el «todo por el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado» que constituye el lema de los totalitarismos.

      El buen político no busca tampoco el triunfo de sus ideas, de sus doctrinas o de su partido, ni siquiera el bien de «su gente», es decir, de la clase o grupo social económico o profesional que él representa o cree representar.

      Así dice Santo Tomás que «no es propio del buen gobernante el amar el bien de la ciudad para apropiárselo y poseerlo, porque así también ama un tirano el bien de cualquier ciudad a fin de dominarla, lo cual es amarse a sí mismo más que a la ciudad, porque este bien lo desea para sí y no para la ciudad» (Quest. disp. de Carit. a.2, c). El espíritu de clase y de partido puede destruir en muchos casos la bondad de la acción política. «En el orden político —dice el profesor Koninck— toda amistad cívica anterior al bien es principio de corrupción, es una conspiración contra el bien común, como se ve en el caso de los políticos que favorecen a sus amigos simplemente bajo pretexto de amistad cívica». Y en efecto, así entendido, el espíritu de partido es condenable, lo que no significa, claro está, que sea ilegítimo compartir puntos de vista particulares y asociarse para defenderlos sin menoscabo del bien de la colectividad.

      Para Aristóteles, la actividad política podía ser la culminación de la vida humana. Para nosotros, cristianos, no. Nosotros sabemos que la persona humana está destinada al cielo, a la contemplación de Dios, a la participación en su propia vida. Esta es la esencia de la vida sobrenatural que la acción de la Gracia hace posible. Puede discutirse, y se discute efectivamente, si la felicidad celestial sigue teniendo razón de bien común o es un bien personal, pero ese asunto no nos interesa en este lugar. Lo importante es afirmar que la vida sobrenatural emerge o trasciende al bien común temporal, y aun el bien intrínseco del universo, lleva directamente al hombre a Dios, a tomar parte finita en su vida infinitamente feliz.

 

Sobrenaturalización de la política

 

      Pero este cristiano, este hombre movido por la Gracia, no queda por eso desencarnado, separado de la sociedad. Sigue viviendo en ella: no deserta de sus deberes políticos y sociales. Encuentra, al contrario, en el fiel cumplimiento de todos ellos un motivo para satisfacer las exigencias de su Caridad. Nuevos y más fuertes motivos, impulsos y estímulos le empujan a sacrificarse por el bien de la sociedad.

      Las virtudes teologales elevan la vida del plano moral natural al plano sobrenatural. Cada una de las virtudes que hemos ido enumerando adquiere así una profundidad y un alcance no sólo muy superior, sino formalmente superior. Aquí, querido escolares, los que tengáis o sintáis vocación política, no se os llama ya a la perfección peripatética: aquí se os llama a la santidad cristiana.

      La prudencia política y la justicia social, virtudes cardinales típicas, como hemos visto, del hombre público, quedan así sobrenaturalizadas y, por tanto, desde nuestro punto de vista, existe un abismo entre la prudencia política o el espíritu de justicia social de un cristiano en estado de gracia y la prudencia política y el espíritu de justicia social de un excelente pagano.

      Por la Fe el político cristiano ve, en efecto, a esa multitud de personas que constituyen la sociedad caminando no sólo hacia la perfección intrínseca, propia del orden social natural —la ley, el orden, la justicia, la paz—, sino también, y sobre todo, peregrinando hacia el cielo, hacia la salvación personal por la que cada hombre debe dar gloria a Dios. La Sociedad no es, pues, para él un fin en sí, sino un fin infravalente, un orden intermediario, destinado a facilitar a cada uno de sus miembros —en la medida indirecta y marginal en que el Estado puede hacerlo— los medios para vivir dignamente una vida moral, recta, justa, libremente religiosa, que le conduzca a la bienaventuranza eterna.

      Por la Fe el alma participa en cierta manera de la visión con que Dios se ve a sí mismo, la misma con que El ve el Universo, la Creación entera. Ver, pues, la sociedad con los ojos de la Fe es verla con los ojos mismos de Dios, si se nos permite esta expresión metafórica. El político cristiano contempla la sociedad no sólo con ojos humanos, sino con esa misma mirada divina que trasciende la Historia y que ve desde lo alto de su Providencia las caídas y miserias del pobre género humano a través del tiempo y del espacio.

      Por la Caridad, el alma participa del amor de Dios. Ama a Dios y al prójimo, y se ama a sí mismo con el mismo amor con que Dios se ama a sí mismo. Por tanto, el político cristiano, en la medida en que su vida es vida de Caridad, ama a la sociedad y su bien común, no sólo con un amor humano, recto, legítimo, moral, sino con el mismo amor divino con que Dios la ama.

 

Necesidad de políticos con espíritu sobrenatural

 

      Pensad, queridos amigos míos, en esta gran ciudad, que crece y que crece incesantemente, y alcanza ya cerca de los dos millones de almas, con sus suburbios y sus barrios lujosos, con sus miserias y sus grandezas, y su circulación y su bullir, y sus risas y sus lágrimas, y decidme si no merece que la améis en caridad. Porque no es un monstruo ni una máquina, sino una muchedumbre de almas destinadas a vivir en Dios. Decidme si no es conveniente y legítimo que muchos hombres se dediquen a servir a esa ciudad y a cuidar de su bien temporal, material y espiritual, por amor de Dios.

      Porque a veces este sentido efectivo y caritativo del servicio del prójimo llega a olvidarse cuando se opera con grandes masas de hombres y nos parece que no es hacer caridad el trabajar sobre la mesa preparando leyes o proyectos técnicos al servicio de la ciudad, y que para hacer y «sentir» la caridad tenemos que buscar algún menesteroso y acudir directamente en socorro suyo. Si alimentar a un hombre hambriento por amor de Dios es hacer caridad, ¿cómo no ha de serlo el realizar esto mismo con miles de hombres, esforzándose en crear unas condiciones económicas que les permitan alimentarse y dar de comer a sus hijos? Y lo mismo pudiera decirse en otros muchos órdenes, como, por ejemplo, la vivienda y la escuela y la dignificación política y social de las personas.

      Para hacer caridad, el político cristiano no necesita salir de su despacho o abandonar su asiento en el banco azul o su puesto en la oposición, porque si verdaderamente ama a la ciudad, si la ama con ese amor divino que se llama Caridad, y sabe en cada momento actualizar y poner en ejercicio ese amor, ya está haciendo caridad en cuanto toma la pluma para redactar ese proyecto de ley al servicio del bien común, o se sienta en ese banco o se pone a preparar ese discurso.

      Â¿Y qué diremos de la esperanza, la más humilde, la más pequeña y acaso la más ignorada de las tres virtudes teologales? La esperanza no es sino la participación en la alegría de Dios, en la seguridad y en el optimismo divinos. Un don anticipado de lo que será la alegría y la seguridad de los bienaventurados. Anticipado y místico, más no por eso menos real, porque vivir en esperanza no es vivir de ilusiones consolantes, sino vivir de veras.

      En el político cristiano no cabe desesperanza ni cabe pesimismo. Podrá desconfiar —y deberá hacerlo, naturalmente— sobre el éxito inmediato de sus esfuerzos. Este éxito visible podrá serle negado, y en la mayor parte de los casos le aguarda el fracaso, el desagradecimiento y el olvido.

      Pero la esperanza, la pequeña esperanza, que Péguy comparaba con una niña, nunca le desamparará, porque ella nada sabe de ambiciones ni de desengaños terrenos. Ella no espera nada aquí y ahora, no espera nada, ni puede sentirse nunca defraudad, ni experimentar el cansancio, ni la desilusión ni el desaliento.

      Ved, pues, queridos colegiales, cómo se elevan nuestros conceptos en la medida en que los trasponemos al plano sobrenatural.

      Ved cómo el ejercicio de la política, así dignificado y sublimado, puede constituir un tipo de santidad, sumamente noble y deseable en estos tiempos de cansancio y egoísmo. Esa es la santidad a la que Cristo os llama, jóvenes, los que sintáis el atractivo noble de la política.

      He aquí cómo, lejos de condenar la política, hemos llegado a la superación del concepto aristotélico de la actividad política, de esa actividad que por ser intrínsecamente moral no puede contentarse con una moralización exterior, sino que está clamando ella misma por ser medularmente divinizada por la acción de la gracia y convertida en fuente de espiritualidad y de santidad.

 

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