Carlos Santamaría y su obra escrita

 

[?] sobre la juventud española como tema candente

 

Ya, 1955-12-14

 

      Siempre se ha de volver a la eterna cuestión: la historia, ¿es evolución o ciclo, progreso o repetición? La pregunta aflora tan pronto se intenta reflexionar sobre la juventud y sobre el papel que debemos desempeñar respecto a ella. No, claro está, sobre la «eterna juventud» —el puro concepto fulgente que tan magnífico papel hace, sin duda, en el cielo platónico de las ideas—, sino sobre nuestra juventud concreta, de carne y hueso, esa juventud que está ahí, delante de nosotros, y a la que tenemos que ayudar a empezar a vivir socialmente. Esa juventud de la que forman parte nuestros hijos, que nos preocupa y a veces, reconozcámoslo, hasta nos fastidia.

      Los jóvenes de hoy, en efecto, inquietan y desconciertan a los hombres maduros: reina entre ellos una atmósfera difícil de captar y de comprender, y hasta se diría que hablan un lenguaje distinto del nuestro. Nos sorprende que nuestros hijos sean diferentes de nosotros. Nos habíamos propuesto transmitirles nuestro mensaje, y ahora resulta que también ellos traen, o pretenden traer, el suyo y rechazan el nuestro.

      Parece difícil entenderse con estos jóvenes; pero en realidad, no lo es tanto, a condición de no estar parados, de prestarse a caminar con ellos y a su mismo paso.

      El tono magisterial que adoptamos les molesta. Se figuran que no tenemos nada que enseñarles. Tal vez siempre ocurrió otro tanto; pero, sin duda, hoy más que nunca, porque la velocidad del tiempo es mayor.

      El fenómeno a que nos referimos se da aquí como en otras partes, y puede ser que aquí más que en otras partes, porque aquí somos más magisteriales e inmutables.

      Para muchos todo esto es causa de escándalo y de susto. Yo no creo que deba serlo. La Providencia existía antes de que nosotros viniésemos al mundo y seguirá existiendo cuando nos hayamos marchado de él.

      Posiblemente los jóvenes españoles constituyen un caso aparte en el conjunto de la juventud europea, y esto por muchas razones: históricas, raciales, políticas y hasta telúricas.

      Jorge La Pira, el famoso alcalde de Florencia, me lo decía hace unos días, manifestándome sus deseos de venir a nuestro país, donde piensa que se madura una juventud que tiene cosas importantes que decir para el futuro.

      Convengamos en que el futuro, si es algo, es esperanza de novedad. Si sólo se tratase de repetir un proceso ya conocido... ¿para qué harían falta más siglos? ¿De qué habían de servir los días venideros?

      Es un curioso y ruin empeño este de querer siempre ser copetes y rematadores de la historia.

 

Parecen iconoclastas

 

      La juventud actual se presenta a la vida en un momento en que —según se dice con insistencia— está empezando una nueva era, a la que ya se le ha puesto anticipadamente nombre: la era atómica. Esta juventud es, pues, doble juventud, y su novedad, doble novedad.

      Ahora bien; si es cierto que un futuro sin novedad no se concibe, no lo es menos que un futuro que sea pura ruptura con el pretérito no tiene tampoco sentido.

      Uno se queda sorprendido al observar la perfecta y total ignorancia que los jóvenes de hoy tienen de los acontecimientos políticos y culturales del primer tercio de siglo, determinantes, hasta cierto punto, de nuestra situación y nuestra manera de vivir actual. La culpa no la tiene esta generación: las lecciones de historia son insuficientes, no bastan para «con-vencer» a los jóvenes.

      Sólo la historia vivida es capaz de engendrar vida. Los jóvenes de hoy parecen, en este aspecto, decididos iconoclastas: se les ve dispuestos a hacer tabla rasa del pasado, como si con ellos empezase el mundo.

      Ortega y Gasset señalaba ya el fenómeno en «La rebelión de las masas». Esta juventud, que comienza a vivir como quien dice en una época rebelde, es también doblemente rebelde, por juventud y por actual.

      Tiene, además, un tercer motivo de rebeldía y un motivo para estar incómoda, el cual se debe, aunque parezca paradójico, a la prolongación de la vida media por el progreso de las técnicas médicas. Antes el hombre medio —este hombre abstracto y figurado con que trabajan los señores estadísticos y que no existe ni puede existir— vivía treinta y cinco o cuarenta años. Hoy vive sesenta, sesenta y cinco o más; la generación actual no abandona, por lo tanto, los puestos que, en la economía de otros siglos, debía haber abandonado y está obturando el paso. A las puertas de la vida social —la universidad, el empleo, el oficio— se produce una condensación que hay que evitar se convierta en estallido.

      Tienen razón los jóvenes al decir que es difícil abrirse paso a través de esta masa de artificiales supervivientes.

      A la juventud española actual le han faltado, además, los beneficios de la autovacunación. Es una medida peligrosa, desde el punto de vista de la higiene, la total supresión de la circulación de virus, porque de este modo se impide al mismo tiempo la segregación de las antitoxinas que defienden el organismo. Yo me pregunto a veces si esta juventud, en medio de su brillante rebeldía, no es o no se muestra un poco ingenua.

      Pero que los jóvenes no se ofendan: la fe y la providencial esperanza me obligan a creer y a confiar en ellos.

      No hay motivo ninguno para pensar en cataclismos históricos y en nuevas torres de Babel.

      Estos hechos extraordinarios no se prodigan en la historia, y lo normal es que ruptura y continuidad se combinen sabiamente en el admirable turno de las generaciones.

 

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