Carlos Santamaría y su obra escrita

 

La prudencia equívoca

 

El Diario Vasco, 1956-04-15

 

      Sería un quehacer muy interesante y agradable el escribir una «biografía de las palabras».

      Para mí las palabras están tan cargadas de vitalidad que me parecen seres humanos vivos e inteligentes; procuro tratarlas con respeto y casi con veneración, pensando en los innumerables hombres y mujeres que en el transcurso de los tiempos pusieron en ellas la expresión de sus íntimas vivencias, de sus experiencias vitales, de sus pasiones, afectos y querencias.

      A los simplificadores, planchadores, ahogadores, verdugos y exterminadores de idiomas, los tengo por criminales de esa humanidad; no merecerían tener lengua, porque no tienen corazón, ni sensibilidad, ni entrañas.

      Los vocablos, como las personas, siguen suertes muy diversas: los hay de nobilísimo abolengo que van a dar con sus pobres letras en el arroyo, y otros, en cambio, nacidos en la aldea o en la calleja, alcanzan con el tiempo los honores de la más apreciada literatura. mutuamente se hacen la guerra o se desplazan unos y otros o se ayudan entre sí. De una misma familia de vocablos nacen hijos ricos y pobres, palabras próceres y elegantes y palabras viles, vulgares o anodinas.

      Las hay venidas de lenguas extrañas, que se afincan y se adaptan a las mil maravillas en este o aquel idioma, y otras, en cambio, que emigran y pierden todo contacto con su tierra de origen. Los movimientos migratorios de las palabras deberían ser estudiados como ahora se estudian los de las personas. En fin... un tema inagotable, que los nuevos cerebros electrónicos ayudarán, sin duda, a profundizar.

      Uno de estos términos venidos a menos —y es a lo que iba— es la palabra «prudencia». Heredera de adopción de la «frónesis» griega, siempre sirvió para representar un contenido de alto valor moral.

      La prudencia, primera de las virtudes cardinales, modera a las demás virtudes; elige los medios mejores para realizar los fines; orienta inteligentemente los actos en su conjunto del modo más adecuado y eficaz.

      Este es el legítimo significado de la palabra prudencia, aunque en el lenguaje corriente lo haya perdido en su mayor parte y evoque más bien a idea de cautela, precaución e inmovilidad. Hasta tal punto que, cuando se nos habla de un hombre «prudente» o de una reunión de hombres «prudentes», casi tenemos que echarnos a temblar por la realización de la justicia.

      En el lenguaje moderno, aquél es prudente que no se mete en aventuras ni en riesgos; sabe esquivar las dificultades y las complicaciones; nunca pierde, porque siempre juega sobre seguro; nunca se equivoca, porque se limita a repetir lugares comunes; nunca se agita ni da la cara por la justicia, porque, en su «prudencia», encuentra siempre razones para abstenerse de toda acción comprometedora.

      Concebido de esta manera el hombre prudente es la contrafigura del varón fuerte y justo de la Biblia.

      Pero la verdadera prudencia no es una virtud inmovilista; al contrario, siempre se encamina a la acción. Tanto puede aconsejar el permanecer inmóvil, como el andar; el encerrarse en su casa, como el salir al campo de batalla; el evitar los riesgos, como el correrlos. Lo verdaderamente prudente en muchos casos es el conservar cuando haría falta innovar, el estarse quedo, cuando habría que hablar a voz en grito; el no agitarse cuando sería menester rebullir.

      El trabajo silencioso de la prudencia consiste precisamente en buscar los caminos del bien a través de las más intrincadas junglas. Retrocediendo o avanzando, rodeando los obstáculos o enfrentándose con ellos; moviéndose hacia la meta o alejándose en apariencia de ella, la verdadera prudencia busca siempre los medios legítimos y eficaces para la realización del bien.

 

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