Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Fidelidad a la luz

 

El Diario Vasco, 1956-08-26

 

      El mundo contemporáneo suele ser interpretado de dos modos opuestos que, para llamarlos de alguna manera, podríamos denominar «pesimista» y «optimista».

      Advirtamos de paso que, si bien es cierto que el optimismo y el pesimismo tienen mucho de temperamental y de somático y que la clase de filosofía que se profesa suele depender en gran parte de la clase de digestión que se hace, estas afirmaciones no podrían ser llevadas demasiado lejos sin caer en un burdo biologismo. La Historia es algo más que una simple combinación de jugos gástricos, de reacción ácida o alcalina. hay en estas dos actitudes —«optimismo», «pesimismo»— algo de objetivo y, por decirlo así, de metafísico.

      Pero, volviendo a nuestro mundo, está claro que, mientras para unos es un mundo en descomposición, frente al cual conviene adoptar una posición de repliegue, para tratar de «salvar las esencias», para otros es un mundo en trance de alumbramiento, a punto de dar a luz una civilización nueva que hay que apresurarse a recibir en palmas.

      Todos estamos, pues, de acuerdo en que nuestro mundo se halla en crisis; la divergencia comienza cuando se trata de dilucidar el carácter de esta crisis; crisis de crecimiento, de expansión —crisis vital— o crisis de decrepitud, de senectud, de descomposición —crisis mortal.

      Cada una de estas dos opiniones tiene, probablemente, su parte de razón, porque en todo momento histórico hay algo que nace y algo que muere. Si para un ser vivo determinado el nacimiento y la muerte son los polos bien definidos de su proceso biológico, la Historia, al menos tal como puede concebirla un simple mortal, cuyo período de existencia es sumamente corto con relación al conjunto, es la eterna ave fénix siempre muriente y siempre renaciente. Tejida con hilos diversos y extraños, hay en ella una radical ambivalencia que no debe ser ignorada por nadie.

      El peligro puede consistir en creer que este eterno bullir y rebullir de los acontecimientos, este tejerse y destejerse de la Historia, no tiene principio ni fin, ni orden ni objeto alguno.

      Pero también se halla, al contrario, en suponer demasiado claro el proceso finalista del mundo y en querer simplificarlo de modo que su ambigüedad radical se esfume y todo resulte tan sencillo como en aquella famosa «ley del progreso» que en los años mozos se nos enseñaba en el Instituto y que nosotros —como no— aceptábamos con confiada ingenuidad.

      La ley del progreso estaba entonces de moda, fruto de una época optimista de ilusiones científicas y de buenos negocios. Hoy se habla poco de ella, pero, en cambio, se hace muchas veces referencias al sentido de la Historia, sin duda por influencia del marxismo.

      Que la Historia tenga un sentido me parece obvio y lo contrario —una Historia sin sentido, sin pies ni cabeza— me parecería el colmo del pesimismo. Pero que este sentido sea tan claro y simple como algunos pretenden, eso ya es harina de otro costal.

      Querámoslo o no, cada momento histórico es un logogrifo de dificilísima solución. Nadie está en condiciones de interpretar su propio tiempo.

      Los afanes simplificadores de uno y otro signo los tengo, pues, por detestables.

      Hemos de acostumbrarnos a la idea de que vivimos en un mundo oscuro, reino compartido del ser y del no-ser, y aferrarnos a las escasas, pero genuinas, claridades que cada uno encuentra encendidas en su propia existencia.

      Esta fidelidad a la luz puede y debe imponerse a la múltiple tentación de los fáciles optimismos y de los pesimismos radicales.

 

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