Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Ángeles y monos

 

El Diario Vasco, 1957-03-03

 

      En la segunda mitad del siglo XIX se plantea la gran controversia sobre las relaciones del hombre y el mono.

      «Se trata de saber —dice Disraeli en un discurso pronunciado en la Universidad de Oxford— si el hombre es mono o ángel. Personalmente yo tomo el partido de los ángeles».

      Convengamos en que este planteamiento no era nada feliz, porque tan peligroso puede resultar el creer que el hombre sea un ángel como el suponer que sea un mono. Pero era paradójico e ingenioso y esto suele bastar para interesar a la gente.

      El que había tomado el partido de los monos era Huxley, un campeón de la ciencia y un trabajador infatigable, inventor de una de las tesis más desconcertantes que el hombre haya fabricado, la de la descendencia del mono.

      En lo que tiene de físico o de corpóreo, en lo que no es alma o espíritu, ¿proviene el hombre del mono? La ciencia no ha llegado todavía a conclusiones definitivas y la teología católica no pone, en principio, reparos a una respuesta afirmativa.

      Pero Huxley, además de un científico, fue un fecundo ensayista. Los temas morales, políticos y sociales brincan de su pluma con elegante facilidad. Como buen realista, rechaza ciertos mitos políticos, proclamados a la ligera por los liberales idealistas y románticos de su tiempo.

      «La idea de que los hombres sean actualmente libres e iguales, o de que lo hayan sido en cualquier otra época, es una ficción desprovista de todo fundamento». «La eterna rivalidad entre los hombres y la acumulación de la miseria en el polo negativo de la sociedad y de una riqueza monstruosa en el polo positivo, son la causa profunda y secreta de la destrucción de las comunidades humanas».

      Huxley no se hace ilusiones, no cree en una sociedad sin clases. Incluso ve muy difícil y problemático que la circulación social llegue a establecerse de un modo regular y satisfactorio, es decir, que el paso de los hombres de unas clases a otras no se vea impedido por un conjunto de rígidos convencionalismos.

      En el Estado moderno se admite cada vez menos el principio de las clases hereditarias. Cada uno debe abrirse camino por sus propios méritos y ocupar en la sociedad el puesto que le corresponde con arreglo a su capacidad.

      Hoy se ha avanzado mucho en este aspecto; la capacitación profesional de los jóvenes de las familias más pobres es una realidad, aunque todavía en un grado precario e insuficiente.

      Cuando en un país un cargador de muelle puede llegar a primer ministro, se trata de un hecho significativo e importante. Pero mucho más significativo e importante es que exista una organización social adecuada para que todos los cargadores de muelle y los hijos de los cargadores de muelle puedan alcanzar, si lo merecen, los puestos clave de la vida económica, social, cultural y política del país.

      En la hora presente todo el mundo parece estar conforme con esta idea, al menos en teoría, bien que la realización práctica de la misma tropiece con toda suerte de dificultades.

      Todos están de acuerdo en elevar el nivel social de las clases inferiores, en facilitar y fluidificar la circulación entre las clases, pero casi nadie se da cuenta de que para que unos suban suele hacer falta, a menudo, que otros bajen.

      En la colección de Ensayos de Huxley se lee este pensamiento que quizás pudiera ser materia de fecunda meditación para los sociólogos: «Lo que a mi opinión hay que deplorar no es que la sociedad haga todo lo posible por ayudar a las gentes capaces a elevarse en la escala social, sino que no esta ningún medio para facilitar el movimiento inverso de los incapaces».

      Convengamos en que a este respecto el hombre suele proceder de un modo muy instintivo, mucho más propio de monos que de ángeles.

      Cuando uno se siente en peligro, cuando ve amenazada su situación o sus privilegios sociales, se defiende con la misma ferocidad que un chimpancé estratégicamente encaramado en la copa de un árbol.

 

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