Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El Estado somos nosotros

 

El Diario Vasco, 1957-06-09

 

      Los pensadores antiguos concedían una gran importancia al análisis del lenguaje: la gramática era una de las partes de la filosofía.

      El lenguaje, vehículo del pensamiento, es el instrumento normal para la comunicación de las ideas y también para su invención.

      El lenguaje y el raciocinio son dos actividades vitales que se hallan mucho más estrechamente unidas de lo que comúnmente se cree. En el pensamiento existe una proporción muy importante de automatismo: las palabras son como teclas de una imponente máquina de pensar.

      Se explica, pues, que los filósofos medievales se aplicaran con tanto interés a conocer la estructura interna del lenguaje.

      Pero los modernos han descubierto además que el lenguaje puede prestarnos otro servicio muy importante, que es el de revelarnos cosas ocultas acerca de nuestra propia interioridad o de la interioridad de los demás.

      Una palabra diminuta, una preposición cualquiera, perdida, casi, en el conjunto de la frase, puede resultar terriblemente reveladora de algo que no queremos confesarnos a nosotros mismos o que inconscientemente tratamos de ocultar a los otros. Aún sin ser psicoanalista, cabe entretenerse en esta investigación tan interesante que permite realizar, a cada paso, importantes descubrimientos.

      Uno de los detalles que llama la atención en el lenguaje de hoy es la forma en que nos expresamos todos al hablar de la cosa pública. Siempre empleamos una tercera persona del plural que resulta imprecisa en grado sumo. «Van a hacer esto. Han hecho lo otro. Han dispuesto tal cosa...».

      Nadie sabe a quién se refieren concretamente estas afirmaciones tan vagas, ni se preocupa de saberlo.

      Por encima de esta terminología parece flotar una especie de sujeto fantasmático, un ser desencarnado al que nadie ha visto jamás, aunque sus miembros gigantes se extienden por toda la sociedad.

      Nada más impersonal, en efecto, que el Estado moderno con su inmensa máquina administrativa, un ser incoercible que escapa a toda concreción y con quién no se puede dialogar de hombre a hombre.

      El absolutismo del siglo XVII se encarnaba al menos en la persona sagrada de los reyes. Cuando el Rey Sol decía: «El Estado soy yo», la gente sabía a qué atenerse. La idea era muy clara y estaba tan bien expresada que todos podían entenderla.

      Hoy, en cambio, nadie sabe quién es el Estado ni cómo hay que arreglárselas para pedirle cuentas.

      En realidad, todos habríamos de interesarnos por las cosas públicas y considerarlas como propias, porque el Estado se halla constituido por todos los ciudadanos y su administración nos interesa, o debe interesarnos, a todos. Todos debemos sentirnos responsables de ella.

      Deberíamos, pues, estar en condiciones de reemplazar la tercera persona del plural por la segunda: «Vamos a hacer esto, vamos a hacer lo otro, hemos arreglado tal asunto de tal manera».

      Ya nadie afirma: «El Estado soy yo». Pero todos deberíamos poder decir con plena autenticidad: «El Estado somos nosotros».

 

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