Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Democracias

 

El Diario Vasco, 1957-10-06

 

      El vocablo «democracia» esta hoy tan en gota que nadie se atreve a recusarlo enteramente. Al contrario, resulta que en la hora presente todos somos, o nos llamamos, demócratas, queriendo, sin duda, beneficiar de una terminología que parece inspirar amplias simpatías.

      El fenómeno es curioso y hasta extraño; a los enemigos de la democracia debería molestarles la palabra y sería lógico que eligiesen otra u otras, más genuinas, para expresar sus propias teorías políticas.

      Pero no es así. Vemos, por ejemplo, que los regímenes comunistas, a pesar de su carácter propiamente dictatorial, adoptan la denominación de «democracias populares» y lo hacen con el mismo desenfado con que antes los totalitarios había apelado sus correspondientes regímenes con el epíteto de «democracias dirigidas».

      Otros, en cambio, emplean la expresión «democracia social» para marcar su diferencia de actitud frente al individualismo liberal. «Democracia cristiana» es una fórmula que está queriendo significar que se puede ser al mismo tiempo cristiano y demócrata, cosa que muchos ponen en duda todavía. «Democracia occidental» no quiere decir nada —pues todo el mundo es el occidental de alguien— y sin embargo quiere decir mucho, ya que se refiere a unas potencias concretas, entre cuyos regímenes políticos existen, como es sabido, analogías bastante marcadas.

      En cuanto a «democracia orgánica», creo que es una expresión felicísima, llena de fuerza evocativa, pues hace referencia a un mismo tiempo al pueblo y a la estructura que debe darle forma política, pero que necesitaría, como tantas otras palabras, ser ampliamente explicitada y justificada con hechos.

      En definitiva, uno se queda, después de este pequeño «tour d'horizon», sin saber qué ha de entenderse por la palabra «democracia», tomada así, en forma general, sin adjetivaciones, más o menos parciales, que, lejos de aclararla, la oscurecen todavía más.

      El internacionalista historiador don Luciano Pereña, uno de los hombres que mejor conoce el pensamiento político de los teólogos y juristas españoles de los siglos XV a XVII, ha ido a buscar en ese campo —el que menos podrían imaginarse algunos— la respuesta a esta cuestión sobre la esencia de la democracia.

      Las ideas que aquellos hombres habían descubierto y puesto en circulación, a este respecto, son enormes y hoy nos asombraríamos de verlas expuestas con la firmeza y claridad con que ellos lo hicieron.

      Los errores del estatismo, del positivismo y del maquiavelismo políticos habían sido ya condenados por ellos antes de que se desplegasen históricamente. Mucho antes de que las doctrinas nietzscheanas y schopenhauerianas introdujesen la noción del super-hombre político, que impone su superioridad a las demás gentes y las conduce como rebaños a donde ellas no quisieran ir, los maestros españoles habían afirmado que en el ámbito del Estado no deben existir carismas naturales y que ni la ambición, ni la fuerza, ni la sangre, ni siquiera la inteligencia, justifican una prepotencia que pretenda suplantar la auténtica naturaleza popular, de raíz, medios y fines, de la autoridad.

      Todo esto no tiene nada de extraño si se piensa que la idea misma de la Monarquía absoluta, en la que aquellos pensadores vivían sumergidos, se funda en un triple axioma: gobernar a partir del pueblo, para el pueblo y con el pueblo.

      Pese a las apariencias, aquella situación nada tiene que ver con los regímenes totalitarios que sólo una época pagana y materialista como la nuestra podía haber inventado.

 

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