Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Intervención de C.S., en el II Congreso Mundial para el Apostolado Seglar. La respuesta de la Iglesia a la aspiración de paz del mundo contemporáneo

 

Pax Christi, 10 zk., 1957-11

 

      El mundo contemporáneo siente una enorme necesidad y un profundo deseo de paz. La última guerra mundial causó a la humanidad una incalculable suma de sufrimientos; minando la conciencia moral de los individuos, contribuyó a debilitar en grado sumo la confianza de las gentes en el orden social.

      Hoy los pueblos buscan —tanteando en medio de la mayor oscuridad— las bases de un orden político internacional, más justo, más humano, más estable, un orden pacífico y armonioso entre todas las naciones de la tierra.

      Cansados ya de guerra fría y de paz armada, miran hacia el futuro como a través de un largo túnel del que esperan poder salir alguna vez.

      Ahora bien, debemos preguntarnos si esta esperanza tiene algún viso de realidad, si no es una pura y simple ilusión. ¿Cabe evitar la amenaza de una tercera guerra mundial? La aspiración de una sociedad de naciones, dotada de poderes completos y efectivos, en la que los conflictos y los litigios internacionales fuesen pacíficamente dirimidos, ¿puede ser realizada en el mundo de hoy?

      Nadie está en condiciones de dar una respuesta afirmativa a estas preguntas. Pero nadie tiene tampoco, derecho a contestarlas negativamente y menos aún nosotros los católicos.

      En nuestro espíritu no hay lugar para el pesimismo ni para la desesperación. A pesar del pecado y de la presencia visible del mal en el mundo, el hombre cuenta con fuerzas para mejorar y elevar sus condiciones de vida; para liberarse, en cierta medida, de las consecuencias históricas del pecado original.

      La guerra, la ignorancia, el hambre, la miseria, la degeneración, la enfermedad, pueden y deben ser combatidos.

      Si la humanidad aspira a la paz a una paz que no es todavía la paz completa sino un atisbo o un esbozo de la verdadera paz, debemos alegrarnos de ello y contribuir con todo nuestro esfuerzo a la realización de este noble ideal, en la medida en que las condiciones límites de la hora presente lo permiten.

      Al hombre contemporáneo en cuyo corazón late un anhelo incontenible de paz, la Iglesia católica le ofrece una respuesta, la única respuesta plenamente satisfactoria que existe.

      Toda la obra de la Iglesia es fundamentalmente una obra de paz. Cristo vino a dar la paz al mundo y la Iglesia, a través de los siglos, continúa distribuyendo a los hombres ese Don de Paz que es el propio Cristo.

      Bien mirado, todas las obras de la Iglesia, las instituciones creadas por Ella, las organizaciones internacionales que de ella dependen, son un instrumento de paz. Paz en las conciencias, paz en las inteligencias, en la familia, en la vida social, paz entre los pueblos.

      La Iglesia es la gran pacificadora de todos los órdenes del vivir humano. Es también la gran pacificadora del mundo internacional. Aun desde un punto de vista puramente humano y natural puede afirmarse que la Iglesia encierra un inmenso potencial de paz. Los políticos de buena voluntad que, aun sin ser católicos, vuelven su mirada hacia Ella, considerándola como una gran fuerza al servicio de la paz, no se equivocan al adoptar esta actitud.

      Cuando decimos esto pensamos, ante todo, en la doctrina del orden internacional elaborada de mano maestra en el curso de los siglos por los teólogos católicos y que está ahí, a la disposición de los hombres políticos de nuestro tiempo como una anticipación profética a las necesidades de hoy y en la fecundísima enseñanza que su Santidad Pío XII viene prodigando al mundo con insuperable modernidad y actualidad acerca del problema de la paz y de la guerra. Pensamos también en los millones de católicos de todas las razas y lenguas que constituyen, en el seno de la gran familia humana un aglutinante y un catalizador del más genuino universalismo. «Ningún otro grupo humano ofrece condiciones tan favorables en amplitud y profundidad para el entendimiento internacional» (Carta de la Secretaría de Estado al IV Congreso Internacional de Pax Christi»). Pensamos, sobre todo, en la vida interior de la Iglesia, su vida sacramental, que es una inagotable fuente de Paz y de unidad para las almas, para los pueblos, para la humanidad entera.

      Tenemos pues buenas razones para afirmar que la Iglesia es una gran fuerza pacificadora y que dentro de ella se encierra un inmenso potencial de paz.

      Notemos, además, que esta afirmación no tiene nada de utópica ni de puramente idealista. No es una expansión romántica ni un puro verbalismo.

      Al contrario, como lo afirmaba el Santo Padre en 1952 en su discurso a los peregrinos de «Pas Christi», la Iglesia es extraordinariamente realista sobre este punto.

      El utopismo habría que buscarlo más bien en ciertos pacifismos espectaculares que se reducen a gestos y a proclamaciones y que se empeñan en desconocer el gigantesco peso de la historia que gravita sobre nuestro presente.

      Esta compacta y espesa realidad de la historia no puede desvanecerse por un ligero soplo de buenas intenciones.

      Hasta cierto punto tenemos que reconocer la necesidad de la persistencia de unas estructuras internacionales imperfectas que vienen del pasado, y que nosotros nos hemos encontrado. Unas estructuras que debemos transformar y mejorar ciertamente, pero que no pueden ser cambiadas por un simple propósito revolucionario de la noche a la mañana.

      Más aún, la Iglesia, vieja conocedora del género humano y de las interioridades del hombre, sabe que hay quienes hacen una utilización interesada, una utilización táctica de la idea de paz al servicio de fines partidistas o interesados.

      Esta utilización ha sido hecha innumerables veces en el curso de la historia y hoy sigue haciéndose también.

      No caigamos en la ingenuidad de creer que cuando los dirigentes del Este europeo, asimilando la aspiración y el deseo de paz de los pueblos, realizan sus amplias ofensivas de paz, proceden con mayor sinceridad que otros. La propaganda de la paz, ¿no se ha convertido hoy en una poderosa arma de guerra?

      El Papa ha denunciado este fenómeno con palabras terminantes: «La Iglesia debe tener en cuenta las potencias oscuras que han trabajado siempre sobre la historia. Este es el motivo en virtud del cual la Iglesia desconfía de toda propaganda pacifista en la que se abuse de la palabra para disfrazar objetivos inconfesables».

      La misma tentación llama a las puertas de todo positivismo político, de toda política sin sentido ni contenido moral.

      Nunca debemos olvidar que la paz es un bien de naturaleza ética y que una paz que repose exclusivamente sobre el equilibrio de los egoísmos colectivos y sobre las combinaciones tácticas de una diplomacia oportunista, ni es verdadera paz ni ofrece garantía alguna de estabilidad.

      Ahora bien, frente a esta situación en que las campañas de paz encubren muchas veces fines de propaganda e intereses políticos determinados y sobre todo frente a esa especie de monopolización de la idea de paz que los comunistas tratan de llevar a cabo, ¿cuál es la actitud que nosotros, los católicos, debemos adoptar?

      Â¿Renunciaremos a hablar de paz, a desplegar nuestra propia acción por la paz, de miedo a que se nos confunda con ellos?

      En modo alguno podríamos adoptar tal actitud sin traicionar la causa de Cristo. El fermento de Paz que Cristo ha depositado y mantiene en su Iglesia necesita ser actualizado hoy como ayer, en todo tiempo, y aplicado a todos los dominios de la vida de la Humanidad. No sería legítimo que abandonásemos la idea y la palabra de paz a los partidarios del materialismo. Nuestra paz no se limita al ámbito de las conciencias, alcanza también el plano de las actividades públicas y llega al orden internacional.

      Ahora bien, para que esta acción pacificadora pueda realizarse se precisa la acción esforzada y generosa de muchos apóstoles católicos de la paz. La acción por la paz no es genuina ni auténtica sino a condición de que se desarrolle en un plano superior al de los intereses políticos de cualquier bando: de que busque sus raíces más profundas en la pacificación de las conciencias, de que eludiendo todo vano utopismo, sea profundamente realista.

      No hemos de hacernos ilusiones. Los mismos pueblos cristianos están lejos de haber comprendido a fondo las consecuencias históricas de la universalidad del mensaje evangélico. La historia de veinte siglos de cristianismo revela que la buena nueva de la paz no ha sido proyectada aún con suficiente intensidad sobre la vida de las naciones.

      Para muchos católicos, por otra parte buenos católicos, cierto amor desordenado y apasionado de la propia patria sigue constituyendo un obstáculo para una mayor plenitud de vida cristiana.

      Para poner en juego las fuerzas de la unidad católica, para crear la atmósfera necesaria a las nuevas instituciones supranacionales, para hacer reinar las virtudes de la paz, para educar la conciencia cristiana de la paz, los católicos tenemos que realizar aún un inmenso trabajo.

      Existe un apostolado de la paz al que el Santo Padre nos ha invitado y nos invita constantemente en sus discurso y mensajes. El movimiento que tengo el honor de representar aquí, «Pax Christi», se halla precisamente consagrado a este género de apostolado.

      En estrechísima unión con la Iglesia jerárquica, viviendo y difundiendo por todas partes el espíritu de paz evangélica; implorando de Dios la paz mediante la oración y el sacrificio, estableciendo relaciones entre católicos de distintas nacionalidades con vistas a una mejor y más clara comprensión de los problemas internacionales; estudiando y profundizando las enseñanzas pontificias sobre la paz y dándolas a conocer en todos los medios sociales; estimulando la investigación de los aspectos morales y de las fórmulas prácticas de un nuevo orden internacional, los miembros de «Pax Christi» tratan precisamente de actualizar en el plano de las relaciones internacionales el potencial de paz de la Iglesia.

      Nuestro movimiento es un movimiento estrictamente católico, directamente dependiente de la jerarquía eclesiástica y presidido en cada país por un Obispo designado por la misma.

      Pero esto no significa en modo alguno que nosotros pretendamos fabricar una paz separada, una paz católica, paz exclusiva de los católicos o para los católicos, que no tendría ningún sentido.

      La paz es un bien universal y a su realización deben contribuir todos los hombres de buena voluntad, todos los que conservan en sus conciencias una idea suficientemente clara de lo justo y de lo injusto y están dispuestos a reconocer en su interioridad la llamada de una ley natural que condena la violencia y el imperio de la fuerza.

      En este sentido puede decirse que «Pax Christi», como la Iglesia misma, se abre también a todos estos hombres y espera aunar sus esfuerzos con los de ellos en favor de la paz.

      El mundo de las naciones tiene necesidad de paz. Aspira a ella quizás de un modo confuso y vago impulsado tal vez más por el temor que por el amor, sin vislumbrar todavía lo que podrá ser el nuevo orden internacional.

      Â«Pax Christi» ha nacido en el seno de la Iglesia para responder a esta llamada y a esta aspiración universal de paz.

 

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