Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Libertades eficaces

 

El Diario Vasco, 1958-10-26

 

      Soy de los que creen que, en el mundo de hoy, las libertades ciudadanas constituyen un ingrediente de la mayor importancia —algo verdaderamente vital— para el buen funcionamiento de la máquina política.

      Nuestra propia generación fue testigo no ha muchos años del fracaso de los Estados del eje, cuya filosofía política se inspiraba en una colectivización radical de los fines de la vida humana y que anunciaban trompetéicamente el hundimiento de la teoría de los derechos personales ante la empresa estatal. Monstruos de acero con pies de arcilla, aquellos regímenes, acusaron estrepitosamente su debilidad real en la hora de su derrota.

      Su máximo pecado, o, si se quiere, su máximo error, consistió quizás en empeñarse en desconocer la eficacia que se encierra en el respeto de la libertad personal. Tras haber cultivado sistemáticamente el gregarismo se encontraron un buen día con que éste no sirve para nada frente a las acciones decisivas de la historia, en las que se exige una auténtica movilización de las voluntades y de las inteligencias. Los que parecían ser los más fuertes resultaron los más débiles y viceversa.

      La historia se repetirá probablemente con los Estados marxistas sometidos actualmente a la dictadura y con cualquier otro género de situación de esta naturaleza.

      Sacrificar las libertades cívicas en aras de una acción inmediata equivale a matar la gallina de los huevos de oro. El famoso experimento ha sido realizado muchas veces pero no creo que nunca haya dado buen resultado. Claro está que momentáneamente se come uno la gallina —se engulle a la opinión— pero luego aparece la miseria de la gran apatía y de la esterilidad en todos los órdenes.

      El problema de las libertades ha sido planteado muchas veces desde el punto de vista de la justicia y del derecho. Las libertades se concedían porque los hombres tenían «derecho» a ellas. Quizás no se haya insistido bastante sobre la idea de que las libertades cívicas, correctamente concebidas, no son sólo justas sino además eficaces.

      Yo soy un terrible creyente y defensor del principio de que lo que es bueno, es, en definitiva, eficaz. Atribuir una eficacia terminal a lo malo e injusto me parecería no sólo un error filosófico, sino además una tontería práctica.

      Muchas de las cosas que ocurren o que han ocurrido no ocurrirían ni habrían ocurrido —como decía Pío XII en el mensaje de Navidad de 1944— si no hubiera faltado la «posibilidad de censurar y corregir la actividad de los poderes públicos».

      El querer respetar y facilitar la expresión auténtica de la opinión tiene sus dificultades e incluso origina a menudo no pocos conflictos a los gobernantes que fundan en ella su propia acción política. Pero el «santo temor de la opinión pública» es un poderoso antiséptico —tanto en el dominio económico como en el propiamente político— que no puede ser reemplazado por ninguna clase de acrobatismos autocríticos.

      Se atribuye a los anglo-sajones una gran sabiduría por haber sabido mantener su sistema sobre la base del control popular de las decisiones gubernamentales, de un modo perfectamente compatible con el ejercicio de las funciones de autoridad.

      Convendrá el lector en que las ideas aquí expuestas no tienen nada de original. Flotan, por decirlo así, en el ambiente y muchos desearíamos verlas realizadas en la medida en que la educación de nuestro pueblo lo permita.

 

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