Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Los muertos

 

El Diario Vasco, 1958-11-02

 

      En la fiesta de los muertos, uno se siente envuelto por extrañas e indefinibles presencias. Tiene algo de Navidad esta evocación religiosa y doméstica de los que partieron del mundo de las «sensaciones sensibles». Las familias se reúnen para llevar flores a los cementerios, dejando de lado, al menos por un momento, las pequeñas rencillas cotidianas.

      En los trenes se ven hombres y mujeres enlutados que acarician sus recuerdos, mirando distraídamente por la ventanilla. Acaso hacen un viaje muy largo para visitar un pequeño campo-santo de aldea; pero no será tan largo como el periplo de la eternidad.

      Tal vez los vivos han ocupado el lugar de los muertos, pero nunca llegarán a reemplazarlos del todo. Cada ser humano es absolutamente único, singular e irreemplazable.

      Nuestros muertos echaron raíces en nosotros. En cierto modo nuestras existencias no tendrían sentido sin las suyas. Continuamente dialogamos con ellos a través de unas mallas de niebla infinita.

      Todas estas consideraciones no manan de un sentimentalismo enfermizo. La comunicación de los vivos con los muertos es una realidad aunque sería peligroso el querer definir en qué consiste.

      El culto de los muertos no ha faltado nunca. Inútilmente tratarán de desecharlo los impávidos escépticos, los negadores del más allá. Nunca podrán convencerse a sí mismos de algo que es radicalmente contrario al quejido de nuestra rota naturaleza humana.

      La fiesta de los difuntos es blanda y caliginosa como el otoño en el que la mecen los días. Es dulce y bello dejarse penetrar por ella. Pero debemos recordar con dolor que a muchos no les queda tiempo para pensar en sus muertos, porque la vida les da demasiado quehacer, demasiados manotazos en la lucha de todos los días.

      Evitemos que esta fiesta se convierta en una agitación banal, un lujo de gente acomodada y bien alimentada, dispuesta a hacer gestos estúpidos y convencionales. Procuremos, más bien, que las luces se enciendan en los interiores de las almas y las flores se depositen en la tierra de los afectos íntimos.

      Sería inadmisible que el recuerdo de los muertos se convirtiese en un truco «burgués» para ocultar los manejos y las apetencias de los vivos. pero tampoco podríamos aceptar que el materialismo tratase de arrancar de los corazones y de barrer del mundo la angustia de la inmortalidad.

      Sin duda en el calendario de la Iglesia Ortodoxa, la fiesta de los difuntos no debe andar muy lejos de la nuestra. Tampoco en aquéllas tierras faltará esta misma evocación religiosa. Ni faltará tampoco un Pasternak que reviva y agite los sentimientos de la compasión más profunda que pueda existir: la misteriosa comunicación de afectos entre los muertos y los vivos.

 

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