Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El escritor

 

El Diario Vasco, 1958-11-23

 

      Todos los domingos, desde hace ya cerca de un par de años, EL DIARIO VASCO me publica esta columna bajo el título de «Aspectos», título cuyo significado se explicó a su tiempo y no es cosa de recordarlo ahora, porque la verdad es que lo mismo da un título que otro.

      En estos artículos dominicales se trata de decir «cosas». Ello no es tan fácil como parece, primero porque en ocasiones no tiene uno nada que decir —nada que valga la pena, nada que pueda interesarle a nadie, fuera de uno mismo, y, a veces, ni esto siquiera— y, en segundo término, porque no siempre se encuentra el modo de expresar lo que se piensa de una forma sincera, clara, concisa, medianamente elegante y que no hiera la susceptibilidad de los lectores o de otras personas tan respetables como éstos.

      La tarea de escritor —por muy modesto escritor que uno sea— está llena de atractivos y de peligros: tiene su grandeza y su miseria, como todas las cosas de este mundo.

      Hay mucha gente que envidia a los escritores porque pueden hacer públicas sus opiniones a través de la novela, del ensayo o del artículo periodístico.

      La mayor parte de la gente tiene un concepto tan elevado de sus propias ideas que cree que si éstas pudieran difundirse, los más grandes problemas sociales quedarían automáticamente resueltos. Quien más quien menos, todo el mundo lleva unas cuantas ideas salvadoras en la cabeza. Así viene a resultar que por cada libro que se ha escrito se han proyectado millares, los cuales jamás vieron ni verán la luz por haber quedado «non-natos» dentro de las cabezas de sus autores.

      El verdadero escritor no se forja ilusiones a este respecto; sabe muy bien que su labor es limitada y se contenta con que unos pocos espíritus afines la entiendan, la aprecien y, si a mano viene, la aprovechen. No cree, naturalmente, realizar una labor trascendental cuando escribe, ni supone que de su tarea dependa la estabilidad del universo —maldito si le interesa al universo lo que él escribe—.

      Al publicar su obra, el escritor se entrega atado de pies y manos al juicio de los demás: no sabe la suerte que correrá el producto de su inteligencia, a quién llegará, como será interpretado, ni qué ecos despertará en las almas de otras personas. Se expone a que lo que estaba escrito para hacer llorar, haga reír, como les pasa a los cómicos cuando se ponen a representar una mala tragedia.

      De todos modos, a condición de que no se saquen las cosas de quicio ni se pretenda atribuir al trabajo del escritor una importancia desproporcionada, hay que convenir en que su función tiene siempre interés y su responsabilidad social en algunos casos puede ser grande.

      Los que escribimos tenemos, en parte, la culpa de que muchas cosas se hagan y de que otras no se hagan, por no querer molestarnos en afilar debidamente nuestra pluma.

      Ciertos escritores deberían hacer el experimento de ser sinceros, más sinceros en lo que escriban; puede que se llevaran algún disgusto; pero no es tampoco imposible que recibieran una agradable sorpresa: la de ver publicados y comprendidos sus escritos a pesar de su sinceridad.

 

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