Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La claque

 

El Diario Vasco, 1958-11-30

 

      Paris no es, como muchos creen, la Ville Lumière, la ciudad del placer y de la diversión —o al menos no es esto sólo—. Los turistas, sobre todo los bien provistos de dinero, suelen llevarse la impresión, que es precisamente la que van buscando; pero yo he tenido la ocasión de comprobar que la mayor parte de los parisienses trabajan «a rabiar» y llevan una existencia dura y disciplinadamente consagrada a la realización de sus tareas.

      El caso es que no hace mucho me encontraba yo allá; había tenido una jornada sumamente cargada de ocupación intelectual y verbal y mi cabeza, harta de funcionar, reclamaba un poco de esparcimiento.

      Deseaba estar sólo y oír un poco de música, así que tomé una entrada para la Opera Cómica, sin saber siquiera lo que allí se representaba. No me fue difícil encontrar plaza, lo que me pareció de mal agüero; en efecto, el teatro no estaba lleno, ni mucho menos, y la obra que se representaba me pareció bastante endeble —luego vi que los críticos pensaban lo mismo—, aunque para el caso esto no importaba demasiado.

      Me senté en mi butaca. Mis vecinos eran una inglesa vestida de soirée, fea, y un señor de veinticinco a cincuenta años, con aspecto de intelectual, en quien casi ni reparé siquiera al comienzo. Poco más tarde tuve a la fuerza que fijarme en él en razón de los ruidosos aplausos en que irrumpía con inusitada abundancia y pertinacia. «¡Dios mío! ¡Qué pesado!». Francamente, su entusiasmo llegó a molestarme y decidí no aplaudir yo ni una sola vez, pasara lo que pasase en escena.

      En el descanso, sin embargo, el hombre me ofreció un cigarrillo y empezó a hablarme muy cortésmente; pude comprobar que era inteligente e instruido.

      Al cabo de un rato de conversación y al exponerle yo lo que verdaderamente pensaba de la representación a la que asistíamos, me confesó paladinamente que pertenecía a la claque, cosa que yo —imbécil de mí— debí haber supuesto antes. Bueno, en realidad no pertenecía a la claque, sino que era un jefe de «claqueurs» o de «alabarderos» —como se dice en español teatral clásico—, pero aquel día le había tocado actuar directamente por haberle fallado uno de sus esbirros.

      Hablaba y hablaba con la misma profusión con que antes aplaudía, y yo le escuchaba con curiosidad, hasta el punto de que en el descanso siguiente procuré prolongar el diálogo y luego le propuse tomar algo juntos en «Le Cardinal», que es un café próximo, para poder seguir conversando con él. Me contó, entre otras cosas, que era el principal encargado de una librería de obras teatrales próxima a Luxemburgo; que esperaba establecerse pronto por su cuenta; que vivía con una hermana «celibataire» como él; que había leído esto, lo otro y lo de más allá; que su oficio de «claqueur» le permitía satisfacer gratuitamente su afición al teatro... Al llegar aquí el hombre me expuso una teoría muy pintoresca para justificar sin duda algo que, por lo visto, inquietaba un poco a su conciencia: su pertenencia a la claque.

      Â«La claque, querido señor, es una institución tan necesaria como otra cualquiera en una sociedad bien organizada. Tan útil, necesaria y digna como la magistratura, la policía, la clase media o cualquier otro de los cuerpos sociales. Ningún Gobierno digno de este nombre puede prescindir de la claque», vino a decirme, en resumen.

      Yo le había confesado que escribía en los periódicos de cuando en cuando y, al ver mi sonrisa escéptica, el hombre arremetió: «Ustedes los periodistas, ¿no son también una claque? ¿No procuran ustedes servir los intereses de los grupos de presión, aplaudir a los artistas que triunfan, valgan o no; adular a los políticos que estén en el Poder, levantar ídolos para que el pueblo los adore y luego, cuando se cansa, ayudarle a pisotearlos?». Etcétera, porque la catilinaria fue larga y hacía alusiones a cosas que no podría reproducir aquí.

      En aquel momento me sentí ofendido, terriblemente ofendido, y aprovechando un momento de distracción de mi interlocutor, en que me dejó tomar la palabra, le dije: «Querido señor. Se equivoca usted. No soy de la claque, nunca lo he sido, y espero que Dios me ayude para no tener que serlo jamás». Pagué la consumición de los dos. Le saludé cortésmente con unas cuantas frases tópicas y me fuí.

      Lo peor del caso es que el individuo se había tomado a mi costa un café y dos coñacs. ¿Quién había sido el imbécil? No cabe duda: ¡yo! Mi venganza consiste en la publicación de este artículo.

 

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