Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Excesos

 

El Diario Vasco, 1959-02-01

 

      Hay que desconfiar de todo lo excesivo. «Nihil nimis»: de nada demasiado, dice el proverbio latino. La virtud está en el medio y todo lo que sea extremosidad, por noble y grande que parezca, debe ser considerado como vicio. Sólo hay una excepción y son las virtudes teologales, particularmente la caridad: a Dios nunca se le ama bastante, nunca se le ama demasiado.

      Recordaba yo el otro día esta sublime doctrina tomista a propósito de un amigo que tengo, que es un vicioso, un auténtico vicioso del orden. Esta nobilísima pasión degenera en él en una extraña manía o rareza de lo más pintoresco que pueda haber.

      Â«Un sitio para cada cosa y una cosa para cada sitio». Este es su lema, el principio y la síntesis de su sabiduría. Para él el Universo es una inmensa anaquelería, en la que cada cosa tiene que tener su sitio y su etiqueta, como las drogas en los estantes de las reboticas. Ver a cada hombre en su lugar en la sociedad —los unos arriba, los otros en medio, los otros abajo— le causa un inmenso placer a mi amigo. Al contrario, todo lo que pueda contribuir a alterar, aunque no sea más que por un momento, el perfecto «statu-quo» de la estratografía social, le fastidia extraordinariamente.

      Yo juzgo por su biblioteca. Entre paréntesis: si la grafología es hoy una ciencia reconocida para penetrar en el secreto modo de ser de las personas, la «psico-biblio-logía» podría serlo también, aunque de aplicación mucho más reducida, pues sólo cabría utilizarla en relaciones con las personas, que, por desgracia, son las menos, que tienen libros.

      Ya a Cervantes, para definir a Don Quijote, se le ocurrió echar mano del catálogo de sus libros en aquel «donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería» del ingenioso hidalgo.

      Pero no bastan los títulos; la colocación de los libros, su estado, la forma de haberlos encuadernado o desencuadernado, son datos altamente reveladores de la psicología de su dueño.

      Debo confesar, antes de seguir adelante, que mi biblioteca suele estar muy desordenada y que este desorden me es, en cierto modo, consustancial. Acabo de echar un vistazo a la balda más próxima y he visto —con horror— unas tablas de logaritmos colocadas entre las obras de Rabindranaz Tagore y la Vida de María Antonieta. En cambio, mi amigo es todo lo contrario. La biblioteca de mi amigo es un prodigio de orden; todos los volúmenes han sido meticulosamente instalados, de acuerdo con los efectos estéticos de las encuadernaciones.

      Mis libros no suelen estar sólo en las baldas, sino también encima de las mesas, o de las silla, o amontonados sobre el suelo. Esto enfada a mi amigo y, sobre todo, el que no se hallen clasificados por secciones. «Cada oveja con su pareja» —me dice con aire reprensivo—, apotegma que también es muy de su gusto, aunque a mí nunca me dijo demasiado.

      Ahora bien, yo tengo una duda a propósito de los libros de mi amigo. A la vista de las impolutas páginas de estos libros, que ni una traza siquiera macula, yo me pregunto si él los lee alguna vez.

      Me inclino a creer que no, porque si los usara no podrían estar en orden. El excesivo orden encubre a veces una carencia de vida.

 

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