Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El Señor de la Vida

 

El Diario Vasco, 1959-03-29

 

      La Primavera vuelve y con ella la Pascua de Resurrección. La Naturaleza no estaba muerta, estaba sólo dormida. su despertar es una especie de símbolo de la universal resurrección, al final de los tiempos.

      Todo el misterio de la Historia radica en saber si ésta acabará en invierno o en primavera. Cuál será el signo de la última estación.

      Si todo hubiera de volver al silencio y a la nada, ¿para qué todo? «¿Para qué todo? Para qué todo?». Es la terrible pregunta unamuniana. ¿Quién —sea cual sea su creencia o su escuela filosófica— no se la ha hecho alguna vez a sí mismo?

      Si hemos de morir, si todo ha de morir en derredor nuestro, ¿de qué nos sirve el haber nacido? ¿No hubiéramos estado mejor en las entrañas del «no ser»?

      Los materialistas opinan que esto de la vida es una mala pasada que nos han jugado las moléculas. Pero los cristianos creemos que existe el «Señor de la Vida», el «Rey por quien todo vive» y que la Vida triunfará sobre la Muerte, no solo en el conjunto del Universo, sino también en cada ser personal.

      Â«La muerte y la vida lucharon con formidable denuedo; pero el Señor de la Vida reina vivo después de muerto», dice la secuencia de Wipo que la Iglesia canta en su liturgia de hoy.

      Los cristianos, al llegar la primavera pascual, entonamos un alegre «viva la Vida» que no tiene nada de orgiástico ni de pagano. Ocurra lo que ocurra, amamos la vida y la amamos con ardor religioso.

      No se debe vivir con la obsesión de la muerte. Pero tampoco con la obsesión de huir de su recuerdo. Sin la idea de la muerte no nos sería posible amar la vida como la amamos y el pensamiento de que hemos de morir nos hace a menudo ser mejores y más humanos. Los cristianos amamos todo lo grácil y bello, todo lo amable y hermoso de la vida. Lo amamos más y mejor que los paganos porque lo efímero es para nosotros el principio y el anuncio de lo imperecedero.

      Cuanto más se vive, más sensación se tiene de la fugacidad del existir; pero al mismo tiempo la existencia se presenta como más densa y rica en contenido eternal.

      La primavera cristiana es la más caprichosa y bella primavera que exista. En cada flor se abre una esperanza. Sin evocación de eternidad no habría verdadera primavera para nosotros.

      La primavera va a llenar pronto el campo de flores. Nosotros no la maldeciremos. Más bien iremos a buscar su aroma recordando que en ella se nos anuncia, misterioso y lleno de vida, el hálito del Señor de la Vida.

      Y lo mejor del caso es que todo esto no es pura poesía, o al menos no debería serlo para ningún cristiano.

      Pero, ¿a quién se le ocurre hablar de flores y de hálitos perfumados en un mundo tan endiabladamente maloliente y endurecido como el nuestro?

      Â«Déjese usted de flores y háblenos de realidades», dirá seguramente algún lector empedernidamente práctico.

      Y, en efecto, hace tiempo que las flores dejaron de ser realidades para la mayor parte de los hombres.

 

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