Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Carta abierta a los redactores y lectores de la revista «Ensayos»

 

Ensayos, 19 zk., 1959-06-05

 

      Queridísimos:

      Establecer un diálogo no es una cosa tan difícil ni tan complicada como algunos suponen. si fuésemos como niños, si nuestras almas fueran transparentes como las de los niños, el diálogo sería para nosotros la cosa más natural y sencilla del mundo. Los niños se ponen a dialogar entre sí o con cualquiera persona mayor con toda naturalidad y no guardan secretos para nadie. «Sed como niños» es uno de los preceptos más amables y divinos del Señor. Si queremos entrar en el Reino, incluso los hombres maduros tendremos que hacernos como niños: vivir cuanto podamos en infancia espiritual. Y en eso del diálogo, pues también.

      Lo del diálogo entre generaciones no lo creo tampoco tan enrevesado y peligroso. A mí no me dan ningún miedo las generaciones siguientes. ¡Ah! ¡No saben cómo les quiero cuando les oigo decir su insatisfacción, su disgusto porque el mundo no es bonito ni justo y porque la Iglesia —la materia humana de la Iglesia, quiero decir, la parte miserable que los hombres ponemos en ella— tampoco es siempre bonita ni justa! Dios les premiará su insatisfacción con dolores y trabajos. No les dará satisfacciones, no, pues la satisfacción se hizo para los satisfechos y la insatisfacción para los insatisfechos. A cada uno se le ha de dar según lo que tiene.

      En estas generaciones nuevas veo yo un progreso tan grande, que doy gracias a Dios porque se anuncian tiempos hermosos. No serán tiempos de victoria, porque la victoria cristiana no es de este mundo; pero sí tiempos de grandes renovaciones y de una gran autenticidad cristiana para los que se decidan a seguir por el camino de Cristo. Y esto se ve ¡se palpa ya! Yo doy gracias al Señor, porque los trabajos de los hombres de mi generación no fueron tan inútiles, como uno puede pensar en los momentos de desaliento. Y a estos chicos y chicas de hoy a veces les tengo casi envidia y me gustaría ser joven con ellos; pero luego pienso que no, que yo estoy muy bien en mi papel y ellos en el suyo, y que todos somos jóvenes, todos somos de una misma edad ante la Eternidad de Dios... Así que dialogar con los jóvenes no me asusta ni me cansa y sus cosas no me escandalizan, ni me rasgo las vestiduras cuando les oigo hablar con ímpetu y sin demasiada premeditación.

      A veces, a los jóvenes siento necesidad de decirles algunas cosas, porque —sinceramente— creo que en conciencia estoy obligado a decírselas y se suelen enfadar conmigo. Pero luego vuelven de nuevo a mostrarse cordiales y simpáticos. Y es que en el joven, como en el niño, hay mucha generosidad. Me da mucha pena pensar que a medida que me voy haciendo física y psicológicamente viejo —ya que esto no puede evitarse y no tiene nada que ver con la infancia espiritual— me parece que pierdo un poco la generosidad juvenil y que ya empiezo a decir «no» a algunos de los que me piden algo. Pero a veces no es cuestión de generosidad. A veces es cuestión de respeto a la verdad trascendente y entonces todos tenemos que decirle «no» a quien sea. Yo lo único que les pido a los jóvenes es que no se enfurruñen conmigo porque, tarde o temprano, comprenderán que también los viejos teníamos razón en algunas cosas.

      Yo de joven era de lo más rebelde e imprudente. Me reía casi siempre de todas las cosas que decían los «viejos». Pero luego me he encontrado, no diez veces ni veinte, sino cientos y cientos de veces, con que tenían muchísima razón en muchas cosas de las que decían, ellos, los «viejos».

      En cuanto a lo del diálogo entre seglares y sacerdotes, o entre religiosos y cristianos, simples cristianos, cristianos canónicamente simples, eso sí que no me da ningún miedo... y menuda falta que nos está haciendo.

      A todos, a todos, nos está haciendo falta. A nosotros, laicos; y a ellos, clérigos. Pero a condición de que ese diálogo se realice en un terreno sobrenatural. Sobrenatural he dicho y no precisamente teológico, porque hay gente que es altísimamente sobrenatural, y no sabe una palabra de teología y gente que sabe un horror de teología y tiene bastante poquito de sobrenatural. Pero ¡cuidado! Que esto de lo sobrenatural muchas veces ni se ve, ni se siente y nunca se sabe a ciencia cierta qué terreno se pisa. Yo tengo para mí que hay personas que son muy sobrenaturales y que ellas mismas ni lo saben y que sólo se enterarán en la otra vida. Y esto sí que tiene que ser estupendo, porque allí ya no habrá peligro de que se ensoberbezcan.

      Bueno. El caso es que esto apenas tiene ya nada que ver con lo que estaba diciendo antes. Pero no importa. Ya sabéis que no somos libros de lógica.

      Volviendo al asunto: No hay que tenerle miedo al diálogo si se va a él con humildad y con almas de niños.

      Espero que los jóvenes estén de acuerdo con esto. Pero que no crean que ellos por ser jóvenes, física y psicológicamente jóvenes, estén más cerca de ser espiritualmente jóvenes que nosotros los hombres maduros. Eso sí que no: por ahí no paso y si hace falta pegarse, pues nos pegamos.

      Para que esta conversación resulte fructífera tenemos que ir todos a ella impregnados en el espíritu evangélico, en el espíritu del Señor. Si se cumple esta condición no importa lo que pueda pasar; es decir, que hasta casi conviene que nos tiremos los trastos a la cabeza de cuando en cuando, porque así resulta la cosa más animada.

      En fin, queridísimos, llevo ya cerca de una hora escribiendo y tengo otras cosas que hacer, así que voy a poner el punto final. (¡El punto final, el punto final! ¿No os parece que ésta es una expresión muy triste? ¡Ah! ¡Y como anhelamos eternidad!).

      Domingo, infraoctava de la Ascensión 1959.

 

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