Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El inquietador

 

El Diario Vasco, 1959-06-21

 

      Unamuno hace mención de las muchísimas cosas que el hombre ha inventado para no pensar en que se tiene que morir. A él le gustaba recordárselo a la gente y precisamente en los momentos más inoportunos y del modo más impertinente.

      Por ejemplo, al término de uno de esos banquetes de homenaje a los que todos asistimos de cuando en cuando y en el momento mismo de descorcharse el champán, confiesa que le gustaría levantarse a decir: «Hermanos, pensemos en la muerte». Y arrancar luego con un sermón.

      Â«No lo hago, es claro, pero no por miedo al ridículo, no, sino por saber que nada conseguiría» —añade a continuación.

      Pero yo no lo creo. Yo —la verdad— pienso que aún siendo, como era, un gran impertinente, un impertinente genial, no lo fue bastante para atreverse a tanto y que fue por miedo al ridículo por lo que no hizo nunca —que yo sepa— un gesto de esta naturaleza. ¡Pero cuánta razón tenía!

      Y no sólo se trata de borrar, de soterrar el pensamiento de la mente, sino de poner sordina también a cuanto signifique inquietud, trascendencia, responsabilidad o sentido del misterio. «Lo que se busca es no tener que escarbar y zahondar en el propio corazón, no tener que pensar y menos aún que sentir».

      Y así los filisteos eruditos, «que se dedican a acoplar curiosidades sin espíritu, que a nadie inquietan, ni turban la digestión de nadie», «opio para adormecer íntimas intranquilidades». Y los que «se recrean es ecos y retintines». Y los que «buscan el ruido para no oírse a sí mismos». Y los rutinarios, que intentan «acostumbrarse a la existencia» sin pensar en que «acostumbrarse es empezar ya a no ser».

      Y tantos otros. Tantos otros. Porque el catálogo unamuniano de los adormilados, de los a-espirituales, de los tranquilos, de los pseudopacíficos, es inagotable y se extiende por el entero ámbito de su obra literaria.

      Todas estas gentes viven en la peor situación en que se puede vivir: la desesperación de la ignorancia o —lo que viene a ser lo mismo— la ignorancia de la desesperación.

      Don Miguel se empeña, con sus sermones, medio heréticos —cuando no heréticos del todo— en sacarlas de este estado. «Te clavaré un aguijón ardiente, para oír tu quejido, para recibir tu llanto».

      Â«En el cogollo del corazón te rasgaré una llaga y pondré en ella vinagre y sal para que vivas en perpetua zozobra y en anhelo de Dios inacabable».

      Puedes tomarlo en serio. Puedes tomarlo en broma; o no tomarlo, si no quieres —¡oh lector!— de ninguna manera. Pero así razonaba —o desbarraba— aquel quijote de la inmortalidad, que fue don Miguel de Unamuno.

 

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