Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

«Satigraha»

 

El Diario Vasco, 1960-03-27

 

      Los sucesos de África del Sur, explosión de ira de un pueblo pacífico que sufre desde hace muchos años la más abominable segregación racial que se haya conocido en los tiempos modernos, pone de nuevo de relieve la figura de Mahatma Gandhi.

      Gandhi rechaza la ambición de poder, la prepotencia, el manejo del hombre. Quiere realmente salvar a su pueblo y no encaramarse sobre él. «Mi deseo —dice— es perderme en lo eterno y convertirme en simple pedazo de arcilla en las manos del Divino Alfarero, a fin de que mis servicios, al no ser entorpecidos por la parte inferior de mi ser, resulten más eficaces y seguros». La ambición de mando es en efecto uno de los vicios más corrientes del hombre político y uno de los mayores males para los pueblos. En el poder y la gloria se condensan las más fuertes y temibles pasiones del ser humano.

      Alguien preguntó un día a Gandhi: «Bapuji, ¿cuál sería tu primer acto si se te concediese el don de conducir la Humanidad a tu gusto?». Después de un corto momento de silencio, el Mahatma contestó: «Rezaría y pediría a Dios valor para renunciar inmediatamente a ese poder».

      Gandhi pertenecía a la comunidad india de Sud África y fue allí donde, a la vista de la deplorable situación de las gentes de color, intentó sus primeras experiencias de no-violencia: la inhibición o no-cooperación, la resistencia pasiva, la desobediencia civil y, finalmente, la más perfecta, lograda y profunda: el «satigraha», la técnica del empleo de la fuerza del amor y de la verdad.

      Mientras los cristianos occidentales nos empeñamos en justificar la guerra con mil sutilezas, Gandhi y su «satigraha» parecen estar más cerca del espíritu de Cristo.

      El gran éxito del «satigraha» fue la liberación de la india. La acción pacífica acabó obligando a los ingleses a retirarse. El valor, la paciencia, la bondad y la fortaleza desplegados por Gandhi al frente de esta operación, son un inmenso ejemplo para la Humanidad.

      En África del Sur la situación actual se resume así: el 60 por ciento de la población, constituido por gentes de color, nombrar sólo tres diputados, que deben ser blancos obligatoriamente. El 40 por ciento, formado por los colonos blancos, nombra los 157 miembros restantes del Parlamento. A los negros no se les permite pertenecer a los sindicatos, ni a las iglesias protestantes blancas, ni acceder al campo de la cultura más rudimentaria. Una reciente ley les obliga a llevar sobre sí un permiso de circulación en el que constan todos los antecedentes penales del sujeto; ya se comprende lo que esto puede significar socialmente en un país en el que la esclavitud existe prácticamente y se sigue empleando comúnmente la pena del látigo.

      Los remilgados ingleses de Oxford y Cambridge aceptan en el interior del mando británico la existencia de estas monstruosidades políticas sin dejar por eso de alardear de demócratas.

      La gente de color ha intentado varias veces reproducir los métodos pacíficos de Gandhi. Últimamente millares de negros e hindús han roto sus pases y se han presentado, manifestando su voluntad de no cumplir una ley que tienen por injusta. Por desgracia, este gesto ha degenerado al final en una matanza de hombres, mujeres y niños que ha provocado la indignación de todo el mundo, incluso de «L'Osservatore Romano».

      Gandhi sería el primero en deplorar y condenar el giro que han tomado inesperadamente los acontecimientos y que se separa ya, quizás, de lo que es el verdadero «satigraha».

 

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