Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El viejo y el fraile

 

El Diario Vasco, 1965-03-28

 

      Hace todavía un par de semanas ha desaparecido de este mundo la noble figura de Graciano Anduaga, un hombre interesante y modesto. Probablemente esta noticia no les dirá a ustedes nada, y es normal que así sea porque Graciano Anduaga no fue una personalidad de relieve político o social, sino simplemente un sabio.

      No fue un intelectual, ni siquiera un hombre instruido. Sus estudios en la escuelita de Uribarri allá por los años ochenta, se redujeron a bien poca cosa, lo más elemental de lo primario («lau erreglak, irakurri ta eskribidu, ta Dotriña ondo, ori zan gure eskolia»).

      Y sin embargo no hay ninguna exageración al aplicarle el calificativo de sabio.

      La verdadera sabiduría consiste en arrancarle a la vida su entraña, en saber inquirir y gobernar la pequeña parte del cosmos que está al alcance de cada uno y medir en su justa medida las cosas todas de esta vida.

      Sobre las ideas de Graciano Anduaga, tenemos una doble fuente de información. Aparte de que algunos de sus escritos han sido publicados en revistas, como «Aranzazu» y «Goiz Argi», el P. Villasante nos ha dado noticia, de manera forzosamente incompleta, pero suficiente, de los recuerdos, las reflexiones y las sentencias de este hombre sencillo, que juzga algo duramente a la civilización moderna.

      Es asombrosa la cantidad de experiencia humana que se almacena en la mente de los fieles y simples observadores de la existencia.

      El P. Villasante recogió lo esencial de sus diálogos con Graciano Anduaga. Gracias a él se conservará en la literatura vasca la traza de este sabio popular.

      El viejo y el fraile solían entretenerse en largas y reposadas charlas, las tardes de domingo, en la cocina de «Gezaltza», pasando en revista nuevas y viejas cosas: el ya casi olvidado pretérito (la primera bicicleta, el primer automóvil, el primer avión) y el futuro posible de hombres y pueblos (Castro, Kennedy, Kruschev, etc.).

      En el fondo musical de estos diálogos el murmullo, a veces alborotado, del arroyo que allí cerca se hunde en la sima de Lizaun y donde es fama que las brujas suelen hacer su colada, era como un misterioso acompañamiento de la conversación entre el viejo y el fraile.

      Pero, ¿quién ha dicho que las brujas no existen? ¿Por qué ese estúpido y pedante empeño en robarles su poesía a todas las cosas?

      Graciano siempre tenía algo que decir, nada se le escapaba desde su rincón, sobre la marcha del mundo; sus juicios eran casi siempre certeros, aunque a menudo un poco pesimistas. Y el fraile se quedaba en ocasiones asombrado ante la cultura de este hombre ignorante.

      Acompañando al P. Villasante, tuve una vez la suerte de visitar personalmente a Graciano Anduaga. Además de los sesudos comentarios de éste sobre diversas cosas divinas y humanas, pude escuchar de sus propios labios bastantes de las innumerables estrofas de la Pasión de Cristo, en arcaico y castizo vascuence, tal como las escribiera en el siglo XVIII el P. Basterrechea.

      Fue también en la cocina de «Gezaltza».

      El viejo se entusiasmaba, seguía y seguía burbujeando estrofas.

      El fraile me miraba complacido y sonreía benévolamente cada vez que el anciano, introduciendo alguna idea de su cosecha, salpicaba la monótona recitación con la pimienta de un comentario personal, teñido quizás de cierto tenue y rural volterianismo.

      Aquel hombre tenía muchas cosas dentro.

      Â¿De dónde había sacado toda aquella sabiduría? De la vida, que no de los libros, y de esa herencia ignorada de siglos y de generaciones que es la cultura de un pueblo viejo.

      Otras veces he encontrado también hombres como éste. Son espíritus independientes, simples y curiosos, filósofos del pueblo, en su mayoría gentes del campo y de la tierra y a menudo también pastores, trotamundos y trashumantes.

      Los hay en todas las tierras, en todos los pueblos y latitudes. pero para encontrarlos hay que apartarse un poco de las vías demasiado concurridas y, sobre todo, vaciar el espíritu de muchas cosas.

 

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