Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Suicidas por la paz

 

El Diario Vasco, 1965-11-14

 

      Las muertes voluntarias de dos jóvenes americanos, sacrificados por el fuego en holocausto por la paz, constituyen un hecho significativo y terrible que da mucho que pensar sobre la actual situación de la Humanidad.

      Podríamos, naturalmente, considerar ese suceso como uno de tantos casos raros que ocurren en el mundo sin tratar de darle ninguna explicación, o lo que sería aún peor, intentando explicarlo de un modo banal y más o menos moralístico.

      Â¿Sería, quizás, conveniente repetir en esta ocasión lo que todos ya saben, y es que para la moral cristiana el suicidio constituye un pecado y que en algunos países es incluso considerado como un delito?

      Pienso, sin embargo, que esta observación no añadiría ni quitaría nada a la brutal realidad y al sentido verdadero de esa gente. Vistas las cosas subjetivamente, es decir, si se nos permite hablar así, desde el interior mismo de las conciencias de esos jóvenes, vitalmente heridas por la imagen de la brutalidad y la irracionalidad de la guerra, habría sin duda mucho que hablar. Lo menos que puede decirse es que ese doble gesto merece y exige respeto y reflexión.

      Sin embargo, hablando objetivamente, hay que reconocer que actos de esta naturaleza no ayudan a la implantación de una paz futura. Ciertamente sirven para impresionar y despertar las mentes, para dar testimonio de una voluntad abnegada de paz, frente a los poderes y a las instituciones de este mundo.

      Son como piedra de escándalo, lanzada a las conciencias de los gobernantes y de los conductores de los pueblos, sobre los cuales recae, en mayor medida, la responsabilidad de la paz.

      Pero el problema de la paz no puede reducirse a una cuestión de sentimientos y de buenas voluntades. Este problema, debe ser pensado con el cerebro y no con el corazón, como intentan hacerlo la mayoría de los pacifistas.

      Dentro del mecanismo del equilibrio bélico, del juego de las fuerzas armadas, del afrontamiento de los bloques, no puede reprocharse a Rusia que interviniera otrora en Hungría, ni China que trate ahora de fabricar la bomba atómica. No puede acusarse tampoco a los Estados Unidos de que mantengan la guerra en el Vietnam, como si este episodio fuese un fenómeno aislado y un simple capricho imperialista. Las cosas son mucho más complicadas que eso, todos los sabemos y quienes pretenden hacer como que lo ignoran, merecerían ser tratados de hipócritas. Lo que impera hoy es la dura ley de la guerra y del poder más fuerte, en la que, querámoslo o no, el mundo está instalado.

      De poco valen las inmolaciones personales y las manifestaciones de los pacifistas si no se encuentra una vía institucional para la supresión de las guerras. Esta no puede ser otra que la implantación de una autoridad política mundial, dotada del prestigio moral y de la fuerza suficiente para imponer sus decisiones.

      La guerra cesará completamente de ser justa y deberá ser moralmente repudiada el día, quizás no lejano, en que ese poder internacional llegue a establecerse del mismo modo que el establecimiento del orden jurídico en el seno de los Estados excluyó la legitimidad de los actos destinados a «tomarse la justicia por su mano».

      Dante, Tomás de Aquino, Suárez, Francisco de Vitoria, Grocio, Kant y otros muchos hombres preclaros pensaron de esta manera. Juan XXIII afirmaba también recientemente esta misma idea. ¿Ha llegado, quizás, la hora de verla realizada?

      Entre tanto vivimos un momento de confusión y de desorden mental espantoso. Nunca pareció la guerra un monstruo más temible y odioso. Nunca se sintieron las conciencias más acosadas por este problema.

      Sólo dentro de este contexto debe y puede ser interpretado el hecho doloroso a que aludíamos al comienzo.

 

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