Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Notas de viaje

 

El Diario Vasco, 1967-07-30

 

      El título de este artículo es absolutamente intrascendente. No dice nada. No quiere decir nada. Es un título de vacación.

      Nos plantea sin embargo un tema y es el siguiente: ¿tiene el ensayista derecho a hablar de sí mismo?

      Se nos antoja que, en un mundo tan cosificado y masificado como el nuestro, constituye una presunción excesiva la idea de entretener a los lectores con pequeñas experiencias e introspecciones personales.

      Â¿Qué le importa a la gente que el escritor haya cabalgado por estas o las otras tierras o navegado por tales o cuales mares?

      Ya no existen viajes fantasmas ni islas de San Borondón. Todo está cuadriculado. Lo que ahora manda es el catastro.

      Pero, volviendo al tema, conviene que distingamos dos familias de espíritus entre los escritores.

      El prototipo de la primera es don Miguel de Unamuno. Rara es la página de sus obras en la que don Miguel no hable de su propia persona. Su tema de siempre es su yo. Un yo suficientemente gigantesco para interesarnos en cualquier momento.

      En cambio, Ortega es frío e impenetrable. Sus construcciones son elegante geometría, bajo la cual se esconde sigiloso el hombre concreto, carne y espíritu. Quizás habla de todo menos de sí mismo, lo cual es el gran truco para esconderse uno de los demás.

      La comparación es todavía más perfecta si analizamos los escritos de Santa Teresa y los de San Juan de la Cruz, dos plumas inconmensurables, es decir, que no admiten común medida, a pesar de ser tan afines. Leyendo a Santa Teresa podéis seguirla en sus estados de ánimo, en todos los pasos e incidencias de la vida aventurera. Lo mucho que la cuesta escribir, los sustos y achaques que padece en cada momento, las experiencias místicas que atraviesa.

      No hay, en todo este decir, jactancia alguna, sino una gran naturalidad. Es ella misma el sujeto de esas cosas «subidas y oscuras» de que nos habla. Pero nunca lo hace por gusto, sino por mandato «y harto que la fatiga», así que no existe presunción ni ganas de exteriorizarse. En cambio en San Juan de la Cruz se habla de los temas místicos en un lenguaje perfectamente impersonal. Se percibe que es fruto de experiencia cuanto se dice de «noches» y «nadas»; pero la figura del expositor queda en todo momento al margen y oculta. Como no sea en las cartas parece, casi, que en su gramática no existe la primera persona del singular.

      Los relatos de viajes presuponen la existencia del viajero. Si éste desaparece, si su narración toma el aspecto de una información objetiva, la cosa tiene un interés menor. Al contrario, puede haber viajes sin viaje.

      Hay viajeros que nunca han salido de su casa. Las más de las veces es cuestión de imaginación. Ahí están el «Viaje alrededor de mi cuarto» y la «Expedición nocturna» de Javier de Maistre.

      La verdad es que para viajar no es necesario moverse. Lo importante es que el mundo interior sea lo bastante diverso para ofrecerse uno a sí mismo panoramas nuevos.

      Las mejores notas de viaje son fruto de la invención. ¿Para qué contar andanzas reales?

      Muchos viajeros, a pesar de recorrer miles de kilómetros, no remueven el espíritu de su casa, siguen amarrados a sus potros habituales. Para otros, en cambio, un pequeño paseo es motivo de placeres inéditos.

      Me dirá algún lector que todas estas divagaciones no sirven para nada y que a ver a qué viene todo esto.

      Pero lo bueno del caso es eso, que no viene a nada.

      Ahora que los turistas nos sumergen, es el placer de viajar inmóvil.

 

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