Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Evangelio falsificado

 

El Diario Vasco, 1967-11-26

 

      Los moralistas han trabajado mucho para atemperar ciertos rigores del evangelio para «quitarles hierro» a determinadas exigencias de la moral evangélica. Como diligentes hormigas, mordisqueando aquí y allá, han llegado a fabricar una especie de nuevo evangelio, más «razonable» y más «viable» que el auténtico.

      Â¿Que el evangelio dice que no se puede servir al mismo tiempo a Dios al dinero y que cuando hagamos un convite llamemos a los pobres, a los cojos, mancos y ciegos, precisamente porque éstos no podrán pagarnos? ¿Que dice que pongamos la otra mejilla cuando nos han dado la primera bofetada y que nos cortemos la mano o el pie si éstos nos escandalizan? ¿Que dice que el que no renuncia a todo no tiene nada que hacer en el camino cristiano y que el que pierde su vida la ganará?

      Bueno. No hay que preocuparse demasiado por todo ello. Seguimos siendo buenos cristianos sin necesidad de complicarnos tanto la vida. Si fuese la primera vez que oímos estas cosas tal vez nos impresionaran, pero ya nos han enseñado a no tomarlas demasiado en serio.

      Â¿Quieren ustedes algo más expresivo que lo del camello y el ojo de la aguja? Pues bien, los exégetas han trabajado tanto sobre este pasaje, para que los ricos puedan dormir tranquilos, que ya casi no tiene significado alguno. Algunos de esos comentaristas han descubierto que se llamaba «agujas» a determinadas puertas de las ciudades fortificadas, así, que la cosa no era tan difícil, bastaba con que el camello se agachase un poco para pasar. Otros investigadores, por su parte, creyeron saber que los judíos denominaban «camellos» a ciertas cuerdas un poco gruesas. Pero si reuniésemos los resultados de ambas partes, llegaríamos a la conclusión de que todo se reducía a hacer pasar una maroma por una de las puertas de la Ciudad Santa. Todo termina, como se ve, en un pequeño juego de prestidigitación.

      Pero lo más notable que se ha inventado en este terreno es lo de la pobreza de espíritu, aplicada a troche y moche para salir del paso de muchas dificultades. «No es malo tener riquezas —se nos dice—, lo malo es tener el corazón apegado a ellas».

      Y Paupert, en su reciente libro «Pour une politique évangélique», comenta: «Así que los millones, la servidumbre, los coches fenomenales, las vacaciones suntuosas, las alhajas a placer, la preocupación de ganar siempre más dinero... todo esto es perfectamente cristiano con tal de que esos señores poseyentes permanezcan con el corazón desprendido». Y Paupert se pregunta. «Y si están tan desprendidos ¿para qué se molestan en todo eso?». Será quizás para cumplir el penoso deber de ser rico.

      A fuerza de manejar, recortar y atenuar los textos, se ha llegado a demostrar que toda esa doctrina evangélica del dinero, sólo se refiere a unos cuantos casos excepcionales de «malos ricos». También, en muchas «historias sagradas» se le ha colgado a Epulón el calificativo de «mal rico» cuando en realidad el evangelio sólo habla de «un hombre rico». Pero convenía evitar confusiones, aunque fuese corrigiéndole un poco al evangelio.

      Consideraciones análogas pueden hacerse en otros muchos terrenos. Así, por no citar más que un segundo ejemplo, en la doctrina de la guerra y la paz. El evangelio propugna un reino de paz y de amor, en el que no sólo el matar, sino hasta el odiar y el insultar era un pecado grave. En cambio los casuistas de la «guerra justa» han llegado a hacer aceptables las mayores atrocidades, la destrucción de ciudades enteras, la aniquilación de poblaciones indefensas.

      Suponer que los cañones americanos defienden hoy la fe cristiana en el Lejano Oriente, es pura y simplemente una monstruosidad.

      La conclusión de todo esto es que algo no funciona en las argumentaciones de los casuistas. Algo debe estar mal ahí, en las operaciones de este problema, cuando, a partir del evangelio, se puede llegar de deducción en deducción, de paliativo en paliativo, a unos resultados tan antievangélicos como los que vemos en el mundo de hoy.

      En el terreno religioso estamos viviendo un momento severo. Lo que no sea verdaderamente sólido no saldrá de esta crisis. La moral cristiana no puede seguir siendo la moral de la componenda, de la «reserva mental», de la «presunción en favor de la autoridad», de las «leyes meramente penales», de la condescendencia con los poderosos.

      Los moralistas deben ir quizás revisando sus ideas para cuando llegue el próximo concilio.

 

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