Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El ocio

 

El Diario Vasco, 1980-07-20

 

      Parece que está surgiendo lo que alguna vez se ha llamado una civilización del trabajo, es decir, un modelo de sociedad en el que el trabajo y los trabajadores obtendrán el lugar esencial que les corresponde en el vivir social.

      Pero —cosa paradójica— al mismo tiempo que esta civilización del trabajo, y formando casi una misma cosa con ella, nace también ahora una civilización del ocio.

      En la vida del hombre contemporáneo, gracias a los enormes progresos de la técnica, el tiempo de trabajo tiende a reducirse, mientras que el tiempo del descanso, aumenta. Así, por ejemplo, en gran parte del mundo disminuye gradualmente la duración de la jornada laboral, se anticipa la edad del retiro, se amplían los períodos de vacaciones, etcétera.

      En cierto sentido, el ocio, que hasta ahora era el privilegio de unos pocos —de una aristocracia— ha empezado a convertirse ya en un fenómeno de masas, y hay que felicitarse de ello.

      Pero nuestra generación acusa una marcada falta de preparación para la práctica inteligente de la holganza.

      Es precisamente en el ocio, más que en el trabajo, dónde se manifiesta la verdadera personalidad o la carencia de personalidad de un hombre o de una mujer. Es ahí donde a menudo nuestra vaciedad interior. Gentes que se desenvuelven perfectamente en el trabajo y en la actividad ordinaria, se llenan de angustia existencial desde el momento en que no tienen una diversión o un quehacer inmediato que cumplir.

      La civilización occidental, bajo el signo del capitalismo, ha puesto fuertemente el acento sobre la actividad productiva y se ha olvidado en cambio de pensar en el ocio y en la contemplación.

      El propio Marx no pudo escapar de este destino. Por el trabajo —viene a decir Marx en los Manuscritos del 44— el hombre no sólo produce una infinidad de objetos humanos, sino que se produce o se crea a sí mismo. Idea de la autocreación del hombre por el trabajo, que es, sin duda, una de las más características del joven Marx.

      Pero algunos marxistas —más o menos heterodoxos— como los de la Escuela de Francfort, le echan en cara a Marx su pretensión de encerrar el ser del hombre en el círculo cerrado del trabajo. Así, Teodoro Adorno escribía en 1969 que Marx quería transformar el mundo entero en un gigantesco «workhouse», en un inmenso taller. La idea no era nueva. Ya Berdiaeff había dicho antes, de un modo un poco más sinuoso, que Marx «había pretendido trocar el infierno de las fábricas por el cielo de las fábricas».

      Es cierto que, en principio, el ocio no es la simple desocupación. Contrariamente al trabajo forzoso, que se nos impone como una necesidad vital, el ocio es un quehacer voluntario, elegido y modelado por uno mismo, y en el que cada hombre se siente, de alguna manera, ampliamente realizado.

      El hombre moderno necesita remodelar sus ocios.

      Pero —yendo aún más allá— la forma perfecta del ocio es —sin duda— la pura inacción contemplativa, tan difícil o imposible de alcanzar para la «humana natura». Algo de aquella descansada vida que un día cantara Fray Luis, «lejos del mundanal ruido», en la casería llamada «La Flecha», orilla del Tormes.

      Y Unamuno comenta: «¡Qué dulce vida la de aquel soñar! ¡Qué dulce soñar el de aquella vida!».

      Â¡Esto es el ocio, amigos!

 

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