Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El tema de la Educación

 

El Diario Vasco, 1981-05-24

 

      Retirado por el momento de la discusión parlamentaria, a causa de mayores urgencias legislativas, el tema de la Educación es —sin duda— uno de los más acuciantes y dificultosos de nuestra sociedad.

      Nadie ignora que desde hace muchos años —desde la época de Jules Ferry, ahora justamente un siglo— se viene librando en torno a la escuela una gran batalla ideológica en la que se ponen en juego valores de gran importancia.

      Cuando, a principios del año pasado, se empezó a discutir en la Cámara el llamado «Estatuto de Centros», se produjo un enfrentamiento de mucho cuidado entre la derecha y la izquierda. Cierto representante del partido socialista llegó a decir que se trataba de «una guerra hasta morir» mientras un diputado de la mayoría hablaba de «sacar los cañones» —cañones metafóricos, se entiende.

      Â¿Es esto una nueva guerra escolar? La cosa no tiene nada de simple.

      Gaston Bachelard decía que «no existen cosas simples sino solamente simplificaciones». La verdad es que el hombre para poder tratar con la realidad no tiene más remedio que simplificarla.

      La ciencia, el derecho, y otros muchos saberes son formas de simplificación. Más aún: apenas empezamos a hablar estamos ya simplificando la realidad. Necesitaríamos tener dos bocas para ir corrigiendo, matizando e, incluso, contradiciendo con una de ellas lo que al mismo tiempo fuésemos diciendo con la otra.

      Ahora bien, lo importante cuando se simplifica es saber qué se simplifica. Y no querer imponer a los demás la propia simplificación como única expresión de la verdad.

      Pues bien, en esta cuestión batallona de la escuela, funcionan en este momento varias simplificaciones, cada una de ellas válida en su propio contexto, pero que de alguna manera nos impiden ver el problema en su conjunto, es decir en una perspectiva de bien común.

      La República laicizó rápidamente los centros públicos de enseñanza; mandó descolgar de la noche a la mañana los crucifijos de las escuelas y puso serias dificultades para el funcionamiento de las instituciones docentes de carácter religioso. Con todo ello hirió profundamente las conciencias de miles y miles de padres que querían —con pleno derecho— imprimir a la educación de sus hijos una orientación básicamente cristiana. Las medidas aludidas produjeron un gran malestar en buena parte de la sociedad española y contribuyeron manifiestamente a preparar el terreno apropiado para el golpe del treinta y seis.

      En una democracia de tipo occidental el derecho de los padres a orientar la educación de sus hijos no puede ser negado. La imposición de la escuela única, laica y obligatoria es, a mi modesto juicio, un atraco a la democracia.

      Es ésta una primera clave del problema que nos ocupa. Pero no la única.

      En efecto, una segunda clave la da el deseo de muchos ciudadanos de que exista una enseñanza pública prestigiosa, eficaz, abierta a los hijos de todas las familias, sin discriminación de ningún tipo. Una escuela respetuosa hacia las diversas formas de creencia o de increencia que puedan existir en la sociedad. Muchos padres —bastantes de ellos creyentes y practicantes— piensan que este medio abierto es el más adecuado para la educación de sus hijos, sin perjuicio de que su formación religiosa pueda ser ahondada en centros especializados de carácter netamente confesional.

      Yo pienso también que una sociedad democrática no puede menos de mantener una escuela pública eficiente, que sea de todos y esté al servicio de todos.

      Â¿Son, estas dos claves, contradictorias entre sí? ¿Cabe pensar en un sistema educativo que de alguna manera las integre?

      Me hará falta mucho más espacio para exponer mis personales puntos de vista sobre estas cuestiones, es decir, mis propias «simplificaciones».

 

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