Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Problemas de la escuela

 

El Diario Vasco, 1981-08-23

 

      Entre los numerosos puntos negros de nuestro sistema educativo, uno de los de mayor importancia para el futuro es —a mi juicio— el de la formación del profesorado.

      Creo que, hoy por hoy, y hablando en término generales, esta formación es todavía por completo insuficiente. Así por ejemplo, las propias autoridades docentes están convencidas de que las antiguas Escuelas Normales, hoy denominadas «Escuelas Universitarias para la formación del profesorado de EGB», no se hallan todavía a la altura de su misión.

      Acaba de dictarse —o va a dictarse de un momento a otro— una disposición por la que, a partir del curso 82-83, se exigirá una prueba especial de selectividad a los alumnos que pretendan estudiar en tales escuelas. Pero ¿de qué servirá esto si al mismo tiempo las enseñanzas no son perfeccionadas y si no se dota a estos centros docentes, tan importantes, de todos los medios necesarios para la realización de su fin?

      Formar un buen maestro es una operación muy costosa en tiempo y en medios materiales. Además, hace falta un clima cultural y afectivo que haga que la sociedad que rodea a la escuela apoye y estime la tarea del maestro en todo su valor. Sin una comunicación adecuada entre la escuela y la sociedad no podrá conseguirse nada en este orden de cosas.

      Algunos pretenden hacernos creer que la escuela es un servicio público como otro cualquiera, lo cual no es, en modo alguno, cierto. La dialéctica maestro-discípulo es la cosa más sutil y delicada que exista. Querer establecerla sobre la base de maestros-cosas con discípulos-cosas equivale a destruir el alma y la esencia de la tarea educativa.

      Pero, además, en esta tarea intervienen unas terceras personas que no pueden ser eliminadas, sin más ni más, de la escuela, como pretenden algunos. Estas terceras personas son los padres. La relación padres-profesores es, en efecto, otro problema delicado en esta cuestión y al que todavía no se le ha dado, por cierto, una solución adecuada en la práctica.

      De los tres sectores humanos que fundamentalmente constituyen la escuela —alumnos, padres, profesores— sólo los dos primeros pertenecen al entorno humano en el que aquélla se halla inserta. Tal como hasta ahora se han venido haciendo las cosas, resulta el absurdo de que el tercer sector —los profesores— sea en muchos casos foráneo y por completo extraño a ese entorno.

      La verdad es que el azar es el que viene rigiendo en la cuestión fundamental de la distribución del profesorado. La provisión de plazas se realiza, en efecto, exclusivamente, en razón de los derechos del funcionario sin tener en cuenta para nada los derechos de cada centro.

      Así ha venido a ocurrir en los últimos años que funcionaba el ordenador electrónico sobre la base decisional de la antigüedad del peticionario. De esta manera el que manda es el escalafón. Un escalafón que, —naturalmente—, ni ve, ni siente, ni le importa, lo que ocurra en este o aquel centro. Sistema que podrá ser muy igualitario, si se quiere; pero absolutamente destructivo para la personalidad de cada escuela.

      Para corregir esta deficiencia radical es, pues, preciso modificar el sistema de selección del profesorado. Cada centro escolar debe tener de alguna manera derecho a escoger dentro del cuadro de candidatos que le ofrezca la Administración, sin que la generalidad de los profesores salga por eso malparada.

      La cosa no es fácil, ciertamente. Algo de esto se ha hecho, sin embargo, en el País Vasco en el nuevo régimen de ikastolas y esta experiencia original —si como es de esperar da resultado positivo— podría quizá ser extendida a otros sectores de la enseñanza.

      En cualquier caso —y apurando las razones anteriormente expuestas— yo diría que una escuela despersonalizada jamás podrá ser la «escuela de todos», como se pretende, sino más bien, la «escuela de nadie».

 

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