Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

¿Relativización del crimen? (y II)

 

El Diario Vasco, 1982-02-07

 

      Nos ocupábamos anteriormente del tema de la descriminalización del aborto: «en los tiempos actuales y en una sociedad pluralista como la nuestra —se dice— el aborto no puede seguir siendo considerado como un crimen porque es un asunto privado de la mujer».

      En principio parece que esta hipótesis podría ser aceptada sin que ello significase en ningún caso una liberalización del aborto desde el punto de vista moral.

      Las leyes penales están siempre condicionadas por el sistema de convicciones colectivas: son la expresión de un consenso que puede modificarse —y de hecho se modifica— al pasar de unas sociedades a otras. nadie debería pues extrañarse de que el aborto, que ahora era visto, como un crimen sancionado por el Código penal, no siguiera siéndolo en el futuro.

      El sociólogo canadiense D. Szabo aporta el dato de que, de diez tipos de acciones consideradas como criminales por la antigua ley hebraica, sólo uno lo es hoy en las modernas legislaciones penales. Escrito que hay una diferencia esencial entre la sociedad mosaica y cualquier sociedad moderna, ya que, en aquélla, el orden moral y el orden legal se hallaban por completo identificados. Pero la observación de Szabo no deja de ser interesante.

      Resulta de ella que bajo la ley mosaica eran configurados como crímenes y castigados con la pena de muerte por lapidación: la idolatría, la consagración a Moloch, la magia, la invocación a los espíritus, la profanación del sábado, la blasfemia, la desobediencia obstinada a los padres, el adulterio de la mujer casada, la falsa virginidad de la soltera que va a contraer matrimonio y la violación de la prometida de otro hombre. Ahora bien, sólo este último acto podría hoy tener consideración penal, y —por supuesto— desde un punto de vista mucho más general y distinto al de la ley antigua.

      En cambio —siempre según Szabo— el infanticidio no sería un crimen para los judíos. Un padre podría ordenar la muerte de un hijo menor, sin que el hecho pasara de ser un «asunto familiar», en el que la Justicia pública nada tendría que ver. ¿Quién podría sostener hoy semejante criterio?

      Querer defender a capa y espada el carácter penalizable de una acción, cuando la generalidad de los ciudadanos no la considere ya como tal, sería una postura incongruente y muy difícilmente sostenible en el terreno político.

      A este respecto, parece perfectamente razonable la opinión de Ortega de que, cuando en un pueblo se hace necesario combatir para defender una idea u opinión básica, e incluso hace falta que algunos hombres mueran por ella, es que la coherencia y el futuro de esa sociedad no están nada claros.

      Aunque las cosas no lleguen a extremos tan fatales, parece que algo de esto está ocurriendo ahora en la cuestión del aborto, cuya despenalización exigen algunos con urgencia, mientras otros la rechazan con energía.

      En todo caso, la conveniencia o inconveniencia de esa despenalización es cuestión sumamente delicada, que habría que someter en su día a un minucioso análisis sociológico, a fin de conocer el estado de opinión general al respecto —y no sólo el de algunas minorías de intelectuales y feministas— así como las posibles consecuencias que una medida de este género pudiera tener en una sociedad tan poco evolucionada aún como lo es la que hoy constituye el Estado español.

      Dicho esto, creo que todavía queda mucho por decir desde un punto de vista más elevado y profundo que el meramente sociológico. La idea de los que creen que hacerse abortar una mujer es algo tan banal, tan intrascendente, tan ajeno a la ley y a la moral —tan «affaire privée»— como pueda serlo el hecho de sacarse una muela, es a mi modestísimo juicio una idea aberrante, que revela una total «platitude» moral y espiritual.

      Â«Significa sencillamente que no se ha comprendido absolutamente nada del triple enigma de la existencia humana, del misterio de la vida, del amor y de la muerte».

 

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