Carlos Santamaría y su obra escrita

 

La máquina de las sospechas

 

El Diario Vasco, 1982-12-05

 

      Hace unos días se publicaron unas sorprendentes declaraciones del señor Rosón, en aquel momento todavía ministro del Interior. En ellas aludía Rosón a una determinada persona cuyo nombre ha sido muy traído y llevado como posible colaboradora de ETA.

      No vamos a entrar aquí —evidentemente— en el caso concreto de esa persona. El problema se plantea para nosotros en otro terreno más general y, sin duda, más preocupante.

      Veamos de qué se trata. El ministro en funciones dijo: «Fulano de Tal —aquí el nombre y apellido del aludido— es un gran sospechoso; pero no tenemos pruebas».

      Nada más leída esta frase uno se siente incómodo, o algo así como escandalizado. Una serie de interrogantes nos asaltan a los cuales no parece fácil responder. Por ejemplo: ¿cómo se puede señalar públicamente a un ciudadano como gran sospechoso al mismo tiempo que se reconoce paladinamente que no se dispone de pruebas que corroboren tan temible afirmación? Y, por otra parte, ¿qué es una sospecha? ¿qué valor puede tener en el dominio público? ¿cuál es la situación de un sospechoso en una sociedad democrática?

      La situación de sospechoso no es ciertamente una situación procesal. Un procesado no es un simple sospechoso. Contra un procesado deben obrar al menos indicios racionales de culpabilidad en los que el juez se funda para decretar su procesamiento.

      En una de las últimas realizaciones del programa «Droit de réponse» de la Televisión Francesa, en la que se pusieron en tela de juicio ciertos métodos de la Administración de Justicia de aquel país, alguno de los magistrados participantes afirmó en términos enérgicos la necesidad de que se acabe de una vez con expresiones usuales tales como «supuesto» o presunto criminal. La única presunción válida —dijo— es la de inocencia y a esto hay que atenerse categóricamente en el lenguaje público.

      Ahora bien, el policía no se encuentra en la misma situación que el juez. Tiene la necesidad, e incluso el deber, de sospechar de todo el mundo. Esto lo sabe perfectamente cualquier mediano lector de novelas policíacas.

      Para la policía la sospecha es una hipótesis de trabajo, algo parecido a las hipótesis que formula cualquier investigador científico. Pero la sospecha es siempre cosa subjetiva y como tal debe ser tratada.

      Lo malo empieza cuando la sospecha se objetiviza. Cuando adquiere cuerpo y se transforma en ficha, o en centenares o millares de fichas. Sospechas objetivadas que permanecerán ahí mucho tiempo después de que el sujeto de las mismas se haya olvidado de ellas.

      Ahora empiezan a funcionar los ordenadores policiales y las cosas van a complicarse todavía más.

      Â«Â¿Qué va a pasar aquí cuando eche a andar el banco de datos antiterrorista? —se preguntan en Francia en una reciente declaración los miembros de la CNIL («Comisión Nacional de la Informática y las Libertades»).

      Según mis noticias en los EE.UU. se han producido ya algunos casos realmente escandalosos que han sido dados a la publicidad. Personas que veían cerrárseles todas las puertas han terminado por descubrir que todas sus desgracias provenían de un simple error en un secreto banco de datos.

      Bajo los regimenes totalitarios, y también en determinadas situaciones revolucionarias, la máquina de las sospechas ha solido funcionar a pleno rendimiento. Algo de esto hemos conocido también aquí, en nuestro país en distintas épocas y situaciones. Querer volver ahora a tales atrocidades con la excusa de la lucha antiterrorista sería una contralibertad intolerable.

      Â«Oportune et importune» se debe siempre recordar el artículo once de la «Declaración Universal de los derechos del hombre»: «Toda persona acusada de un acto delictivo es presuntamente inocente hasta que su culpabilidad haya sido legalmente establecida mediante un proceso público con todas las garantías necesarias para el acusado».

 

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