Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Democracia cristiana

 

El Diario Vasco, 1983-01-09

 

      Al parecer, algunas personalidades y grupos residuales del naufragio ucedista de octubre tienen ahora el proyecto de reconstituirse bajo la denominación de Democracia Cristiana. Pero la democracia cristiana ya fracasó en junio del setenta y siete, y —en nuestra opinión— el intento de resucitarla ahora resulta al menos, problemático.

      Qué es la democracia cristiana y en qué consiste la sustancia de esta ideología política —en el supuesto de que la DC sea efectivamente una ideología— no es cuestión fácil de resolver. La verdad es que a lo largo de sus múltiples ediciones, en diferentes naciones del mundo occidental, la DC se ha movido casi siempre dentro de una cierta indefinición, remitiéndose a una doctrina social de la Iglesia que —como es lógico— nunca ha sido enunciada por ésta en términos rigurosamente concretos.

      Los orígenes de la democracia cristiana hay que ir a buscarlos a la época en que el anticlericalismo político empezó a funcionar como una componente básica de la izquierda. La Iglesia se vio obligada a defenderse en muchos países de las medidas adoptadas contra ella y que iban desde la prohibición de la enseñanza religiosa hasta la disolución de las congregaciones y la incautación de los bienes eclesiásticos. Surgieron entonces partidos de «inspiración cristiana», que llevaron la denominación de «católicos» y después las de «social-cristianos» y «demócrata cristianos». Tales partidos, actuando generalmente en tácito acuerdo con la jerarquía eclesiástica, asumieron como una de sus más importantes tareas la defensa de la Iglesia y de los principios mantenidos por ésta.

      Se ha dicho alguna vez que la creación de los partidos católicos o cristianos fue un mal; pero un mal necesario, porque para los creyentes no había otro medio de mantener sus convicciones y las instituciones seculares ligadas a éstas. En estas condiciones la oposición entre la derecha católica y la izquierda anticlerical fue muy fuerte.

      Sin embargo, pretender ahora que en la actual democracia española persiste esa misma tensión y que el Gobierno socialista se dispone a combatir contra la Iglesia en diversos frentes, es —sencillamente— sacar las cosas de quicio.

      La existencia de ciertos planteamientos conflictivos, como pueden serlo, —por ejemplo— la despenalización del aborto o un cierto control público de la enseñanza subvencionada no estatal— planteamientos que, por otra parte, no son de la exclusiva socialista sino que alcanzan también a otros sectores de opinión— no justificaría la creación de un partido demócrata-cristiano del tipo combativo o defensivo al que hemos aludido antes. Para eso bastaría en todo caso una derecha irreductible.

      El «clivage» o línea divisoria entre las posiciones de los diversos partidos tendrá que establecerse pues sobre otros puntos donde la distinción: cristiano-no cristiano, o clerical-anticlerical, no tiene ya vigencia.

      Pero, por otra parte, hay en esta cuestión algo muy importante; una idea «maritainiana» que tenemos que recordar aquí.

      Un Gobierno socialista que consiga implantar un sistema fiscal menos perjudicial para los débiles; suprimir ciertos fraudes administrativos; acabar con las prebendas de las familias oligárquicas; evitar los abusos policiales o poner remedio efectivo a la indefensión del detenido, actuará en favor de la justicia. Y esta justicia socialista, al ser verdadera justicia, no será distinta de la justicia que emana del Evangelio, de la justicia cristiana.

      Y lo mismo que decimos de la justicia tenemos que decirlo de otras muchas ideas y virtudes que han brotado del mensaje cristiano, aunque la mayor parte de la gente no tenga conciencia de ello. Las ideas de libertad; de igualdad fundamental entre los hombres; de fraternidad, solidaridad y comunidad humanas; de respeto a la persona y de dignidad del pobre, de inviolabilidad de la conciencia; de derechos del hombre y tantas otras, son ideas absolutamente cristianas porque en su origen sólo aparecen con el Evangelio. Son esas «ideas que se han vuelto locas» de que hablaban Chesterton y Maritain y que paradójicamente han ido a fructiferar tantas veces fuera del campo nominalmente cristiano.

      Resulta así que el que sirva a la justicia será el que esté más cerca de Cristo, no el que, sin servirla, se atribuya a sí mismo el nombre de cristiano. Esto explica un poco el hecho de que a algunos nos haya causado siempre un poco de recelo la denominación de democracia cristiana.

 

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