Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La legítima defensa

 

El Diario Vasco, 1983-07-24

 

      Uno de los principios más ampliamente reconocidos, tanto en el terreno de la ética como en el de la jurisprudencia, es el del derecho a la legítima defensa. Pero ésta tiene sus condicionamientos y sus límites y tampoco se pueden aplicar medios cualesquiera amparándose en el derecho a defenderse.

      A lo largo de la historia innumerables veces se ha querido justificar determinadas acciones violentas presentándolas como actos de legítima defensa, y haciendo recaer de este modo la responsabilidad de la violencia sobre las víctimas.

      Evidentemente nadie se puede defender contra un ataque inexistente, meramente hipotético. Hace cincuenta años se hablaba mucho de la necesidad de una guerra preventiva en función del «peligro revolucionario» o de la «revolución en marcha». De este modo se quiso justificar el 18 JL e ideas análogas se han barajado ahora para exculpar a los hombres del 23-F, todavía con menos visos de razón que entonces.

      Por el otro lado hay también quienes, por ejemplo, quieren probar la legitimidad del «terrorismo revolucionario» presentándolo como una defensa moralmente válida contra el «terrorismo del orden establecido».

      No se halla muy lejos de todo esto lo que está ocurriendo con la política de disuasión nuclear practicada simultáneamente por ambos bloques, bajo el signo de la actual situación que alguien ha llamado el equilibrio o la paz del terror.

      En este momento, en el que se plantea en términos dramáticos el tema de la amenaza nuclear, todos los estados nuclearizados afirman que sus armamentos tienen una finalidad meramente defensiva. Declaran solemnemente que no abrigan el menor propósito de desatar una guerra atómica y que su intención básica es precisamente la de impedir este tipo de guerra mediante la única estrategia que está a su alcance: la disuasión.

      La teoría de la disuasión se funda en el derecho de que los técnicos militares no han encontrado todavía un medio de defensa efectivo contra los ataques nucleares. En efecto, los anti-misiles distan mucho de ofrecer garantías frente a un ataque atómico en forma. La estrategia de disuasión que se propone consiste pues en que la nación o el grupo de naciones que se sientan amenazadas almacenen «bajo triple llave», es decir, por completo fuera del alcance del enemigo hipotético, una cantidad suficiente de armas nucleares para poder realizar contra aquél —en el momento oportuno— una «represalia» auténticamente «intolerable» para el mismo. Aunque el atacante nuclear pueda aplastar en un primer momento a su víctima, debe saber de antemano que ésta conservará la fuerza necesaria para causarle inmediatamente después un daño enorme, muy superior en valor absoluto al beneficio que en principio pudiera obtenerse de todo el asunto.

      Muchos moralistas, y entre ellos los obispos católicos alemanes, lo mismo que los americanos, se han planteado ahora la cuestión de si la estrategia de disuasión, así concebida, puede encajar en la teoría clásica de la legítima defensa.

      Pero el hecho de que se hable de causar «perjuicios intolerables» y «daños enormes», fuera de toda medida, al adversario, parece hacer muy problemática o imposible esa adecuación.

      Â«En razón de la complejidad del problema nuestra posición contra la estrategia de disuasión tendría quizás que ser matizada —dicen los obispos estadounidenses—. Pero nuestro no a la guerra nuclear debe ser, en fin de cuentas definitivo y decisivo... Juzgamos necesario levantar una barrera contra el concepto de guerra nuclear interpretado como una estrategia válida para la defensa.

      Este lenguaje tan categórico, del cual las frases anteriores no son más que una pequeña muestra, desborda notablemente el tono moderado y relativamente tolerante con el que hasta ahora la Iglesia había condenado los armamentos nucleares.

 

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