Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El lugar de los obispos, controvertido

 

El Diario Vasco, 1985-12-28

 

      Está visto que el pluralismo religioso-político y la tolerancia mutua entre ambas esferas son cosas difíciles de aprender en un país como éste, en el que la religión ha sido un gran caballo de batalla en todas las situaciones, desde Recaredo I hasta nuestro tiempo —si se nos permite esta generalización.

      En la civilización hispánica la Iglesia ha jugado en todo momento un papel preponderante, sea como Iglesia «triunfante» —como por ejemplo, durante el período que sigue a la victoria de las armas de Franco— sea como Iglesia «perseguida» en intervalos más cortos y azarosos, pero siempre como un «poder fáctico» de la mayor importancia.

      Nos encontramos ahora en una fase particularmente polémica en relación con este asunto. La Iglesia y más concretamente, sus obispos, son criticados hoy sin el menor respeto y consideración. A la Iglesia jerárquica se la condena actualmente por pasarse de la raya o —al contrario— por no llegar a alcanzarla.

      Por decir ciertas cosas, o por no decirlas. Por apostar sistemáticamente en favor de la autoridad, o por tratar de zancadillear al Gobierno.

      Unos quisieran ver a la Iglesia en un lado. Otros en el lado contrario. Y, por supuesto, son también muchos los que preferirían perderla de vista, no verla por ninguna parte.

      Un ejemplo de esto que venimos diciendo lo encontramos en algunas reacciones contrapuestas que se han producido frente a la última conferencia del episcopado español.

      Tenemos, por una parte, el discurso inaugural de dicha asamblea pronunciado por don Gabino Díaz Marchán, en el que éste criticó «el excesivo dirigismo de los partidos» y «los peligros de estatalización de la sociedad».

      El periódico más leído del Estado acogió estas palabras con manifiesta desconfianza en uno de sus artículos editoriales del 19-XI, titulado: «Los obispos buscan sitio». Parecía ver en las mismas una especie de maniobra destinada a infravalorar el régimen de partidos y los logros políticos conseguidos durante la última década. Un querer seguir viviendo de espaldas a la opinión democrática.

      Más aún, el secretario de «Cristianos por el socialismo» afirmaba taxativamente en la misma fecha que el citado discurso contiene «una notoria hostilidad contra el Gobierno escogido democráticamente por los españoles».

      Otro artículo interesante —el publicado en «El País» dominical del 22-XII por Carlos Gómez, bajo el título: «A la búsqueda del protagonismo perdido; prelados españoles observan con preocupación el debilitamiento de la Iglesia como poder fáctico» —abunda más recientemente en las mismas ideas de los anteriores.

      Â¿Pero no es todo esto un poco exagerado? ¿No está todo el asunto un poco sacado de quicio en estos y otros comentarios análogos?

      En este primer caso los obispos habrían sido criticados por haber ido demasiado lejos, es decir, por haber tomado postura en un terreno que no es el suyo, el terreno político.

      Pero he aquí que se presenta una segunda crítica en relación con la famosa conferencia. Bajo este nuevo aspecto los obispos se habrían quedado cortos al no haber publicado su famoso texto, tan esperado en algunos medios pacifistas, que había de llevar el título «Constructores de la paz».

      Condenando el armamentismo y la estrategia de disuasión —como lo hicieron en su tiempo los obispos americanos— este documento hubiese fortalecido la posición de los antiotanistas ante el proyectado referéndum. Pero los obispos españoles no se han atrevido o no han querido hacerlo y de aquí la crítica a la que aludimos.

      Y volvemos con esto a lo que antes habíamos insinuado: a los obispos se les critica en todo terreno y lo que muchos preferirían es que desapareciesen del escenario público y se dedicaran a predicar una Iglesia de sacristía, que no tuviera nada que ver con la vida social y ciudadana.

      Perdóneme el lector lo barato de la comparación que voy a hacer pero cuando pienso en estas cosas —que no son nuevas ni mucho menos— siempre me viene a la memoria la anécdota de aquel torero que, sin saber cómo deshacerse de un toro incómodo, gritaba órdenes contradictorias a su cuadrilla.

      — «¡Ponémele aquí! ¡Ponémele ayá! ¡Ponémele...! ¡Ponémele onde no le vea!».

      Esto es en el fondo lo que les gustaría esos señores que no saben qué hacer con los obispos, ni qué lugar atribuirles en su sociedad democrática.

      — «¡Ponédmelos donde no los vea!».

 

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