Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Democratizar la democracia

 

El Diario Vasco, 1988-02-04

 

      El XXXI congreso del Partido Socialista Español ha puesto una vez más de manifiesto que los grandes dirigentes del partido, los hombres que realmente lo controlan y lo manejan desde arriba, son prácticamente inamovibles. Hace mucho tiempo que están ahí y, tras este congreso, siguen y seguirán estando en el machito, sin que nadie pueda ponerles en peligro.

      Sin embargo, no hay que extrañarse demasiado de este inmovilismo, ya que el mismo fenómeno alcanza a todos los partidos, tanto en España como fuera de ella. El llamado «círculo interno», es decir la plana mayor o el «management» de cada partido, tiende a consolidarse y a perdurar de modo indefinido, justamente lo contrario de lo que ocurriría si en la base del partido funcionara efectivamente el libre juego de la democracia.

      Por otra parte, y contra lo que pudiera creerse, el fenómeno en cuestión no concierne sólo a los partidos «conservadores», como lo es el propio PSOE. Afecta también a formaciones subversivas o revolucionarias que no cesan de clamar contra las oligarquías de todo tipo. Ahí tenemos por ejemplo el caso de HB. ¿Cambian acaso los nombres de sus dirigentes más destacados? ¡Tampoco! Parece que casi todos ellos y sus respectivas estrategias se perpetúan tesoneramente.

      Nos preguntamos a qué se debe esta perpetuación y esta especie de intocabilidad de los altos mandos de los partidos.

      El tema ha sido analizado por diversos especialistas de la sociología de los partidos. Uno de los hombres que mejor ha estudiado la cuestión es Robert Michel, autor de una tesis —ya antigua— sobre la «oligarquización» de los partidos. Según su teoría, la generalidad de los partidos políticos tienden a degenerar en oligarquías, es decir, en organizaciones en las que el poder está en manos de una minoría.

      La cosa lleva su explicación. Dentro de un partido son pocas las personas que tienen acceso a los verdaderos problemas políticos. A medida que estas personas ejercen su función, se hacen cada vez más importantes e indispensables y acaban por convertirse en funcionarios prácticamente inamovibles.

      Es cierto que los individuos que ostentan los cargos directivos están sometidos a renovaciones periódicas y que las asambleas deben confirmarlos o sustituirlos cada cierto tiempo. Pero, en las condiciones reales, la confirmación exigida por los estatutos se convierte a menudo en algo puramente formal.

      Los simple afiliados encuentran más cómodo que los hombres de la cumbre sigan manejando el cotarro y, si en ella existen desacuerdos, prefiere que estos se ventilen directamente entre los dirigentes, sin que el asunto trascienda a la base.

      De esta manera —dice Michel— «los congresos de los partidos se hacen cada vez más estables —y también más aburridos— y aparecen sobre todo como reuniones de altos funcionarios».

      Lo ocurrido en el último congreso socialista parece ser una confirmación de esta idea.

      Como consecuencia de todo esto se da la paradoja de que la democracia va avanzando al mismo tiempo que se hace cada vez menos democrática.

      A fin de cortar este proceso de oligarquización haría falta que se aplicaron los medios adecuados para animar y democratizar la vida interior de los partidos. La propia Constitución en su artículo 6 exige precisamente que las estructura interna y el funcionamiento de los mismos sean efectivamente democráticos.

      Para que esto no sea letra muerta haría falta cuidar muy especialmente los modos de elección de los dirigentes. Por otra parte las discusiones en las asambleas de la base tendrían que ser más abiertas y sería preciso que en ellas se tocasen todos los asuntos controvertibles, sin esquivar el diálogo con los simples afiliados.

      Parece que los mismos partidos debieran estar interesados en estas u otras reformas parecidas, para evitar el descrédito que empieza ya a pesar sobre ellos e impedir que la idea democrática se vaya deteriorando poco a poco.

 

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