Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Un puente de paz entre los dos mundos

 

Ya

 

      Esta vez es el Papa quien ha hablado de «puente», de un «puente de paz», un «puente espiritual y cristiano» a través del cual puedan unirse los dos bloques internacionales que hoy se oponen: el mundo de las naciones occidentales y el de los pueblos comunistas o dominados por el comunismo.

      Esta vez es el Papa quien ha hablado de ello. Y, por lo tanto, no me parece que haya ningún inconveniente en que utilicemos esta terminología, a condición, claro está, de que seamos fieles a las palabras y a los conceptos del Pontífice. El mero hecho de que yo hubiese empleado ese término, sin más autoridad, hace unas semanas, es decir, antes de este discurso, habría dado seguramente lugar a que se me considerase incluido entre los partidarios de «la mano tendida», los pacifistas a ultranza, siempre dispuestos a ceder terreno al adversario y a sacrificar los intereses espirituales de los pueblos a una tranquilidad aparente e injusta.

      Pero el Papa ha hablado de ese puente con esperanza. Ha dicho que le parece fundada la confianza en que, «en nombre del mismo Cristo, se pueda echar un puente de paz entre las dos orillas opuestas y restablecer el vínculo común actualmente roto».

      La actual coexistencia es, sin duda, una situación precaria, un «simple respiro», como dice el Papa, fundado sólo en la fatiga y en el temor. Esta mera coexistencia no merece el nombre de paz, no tiene nada del orden justo, no es la paz fundada sobre la unión de los espíritus, la paz simple y solemne que cantaron los ángeles a los pastores, ni el don preciado de Belén. Y, sin embargo, bajo ciertos aspectos, esta paz fría, aun con sus incoherencias y molestias «muestra dirigir sus pasos hacia un orden moral auténtico».

      Y el Papa reconoce gustosamente que «esta distensión representa algún progreso en la fatigosa maduración de la paz propiamente dicha». «Se espera, en efecto —dice el Papa—, que la coexistencia actual acerque a la humanidad a la paz». Pero ¿quién será el que dé los pasos para ello? Un acuerdo entre los regímenes sociales es imposible. No se puede construir un puente de verdad entre esos dos mundos separados si no es apoyándose en los hombres que viven en el uno y en el otro. En realidad, las ideologías son antagónicas y se repelen con enorme violencia, pero los hombres, sobre todo aquellos en cuyas almas aun alienta una sombra de espiritualidad, siempre se sienten atraídos entre sí, porque el dolor y la miseria les aproximan inevitablemente.

      El Papa aclara: no serán los escépticos ni los cínicos los que formarán ese puente. Ni los materialistas ni los ideólogos —los que han reemplazado a Dios por una ideología—. Ni los agnósticos —que no admiten verdades absolutas y que dicen que lo mejor es no tener tendencias o ideas determinadas y ser siempre hijos del momento y de la oportunidad—. Ni los desligados de cualquier mundo espiritual. Ni tampoco los amorales, los que no aceptan normas en el terreno de la vida social. Hombres así no tienen nada que hacer en esta gran obra de aproximación, porque la unión que ellos lograsen se fundaría en la mentira y en el error.

      El Papa señala quiénes son los que pueden tender ese puente: son los fieles y fervorosos cristianos y también los millones de hombres y de mujeres «que han conservado en grado más o menos activo, la huella de Cristo». De una y otra parte, estas personas existen, y aunque quizás muchas de ellas no estén en condiciones de actuar, sea «por la presión de los poderes públicos» o «por la demasiada timidez en proclamar alto los buenos deseos», el Papa confía en que sean ellos los que rompan el hielo de esta paz fría.

      En realidad «el puente espiritual y cristiano, dice el Papa, existe ya de alguna manera entre ambas orillas»; lo que hace falta es «que se haga más amplio y adquiera una consistencia más eficaz».

      Programa histórico, programa espiritual de enorme envergadura. Yo no me hubiera atrevido a hablar de ellos si el Papa con su enorme autoridad no nos hubiera invitado a todos los católicos a meditar muy seriamente sobre esta difícil, pero esperanzadora posibilidad.

 

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