Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El Cristianismo, ¿puede y debe evitar las guerras?

 

La Voz de España, 1949-07-21

 

      En torno a la paz se ha entablado una enconada polémica. Un griterío, a mi juicio tan confuso como inútil, se alza en todo el mundo, proclamando la necesidad de evitar, cueste lo que cueste, la catástrofe de una nueva guerra. Una guerra que esta vez sería acaso definitivamente destructora.

      Los comunistas atribuyen a la Iglesia Romana una actitud hipócrita y belicista. Dicen que la Iglesia es el mayor enemigo de la paz porque su política y sus «intereses capitalistas» le inclinan decididamente a desear y promover secretamente la ofensiva contra el bloque oriental. «La Iglesia —afirman—, pues a sus proclamas de paz, está predicando «soto voce» una nueva Cruzada, una guerra santa contra nosotros». Desgraciadamente no faltan católicos que, en lamentable e ingenua confusión de conceptos, contribuyan a dar la razón a los comunistas, al considerar a la iglesia como un gran ejército temporal, que dispuesto a convertir o a descalabrar a los enemigos de Cristo, a fuerza de puños o de bombas atómicas. Pero las voces autorizadas de la Jerarquía siempre se han expresado con nítida claridad sobre este punto, manifestando la espiritualidad de los fines y la pureza de los medios que la Iglesia emplea para realizarlos. Hay que ser muy apasionado, o disponer de una información demasiado tendenciosa para ver a la Iglesia atizando el fuego de la guerra, por detrás de los grandes grupos capitalistas y en favor de la rapacidad de unos cuantos.

      Para otros, la causa de escándalo no es esa supuesta actitud de la Iglesia, sino cierta ineficacia práctica que atribuyen al Cristianismo para suprimir las guerras. Consideran que el Cristianismo ha fracasado en la creación de un orden justo y pacífico entre las naciones y dicen que basta repasar la Historia para convencerse de ello: los cristianos no sólo no han sido capaces de superar sus diferencias nacionales, sino que éstas se han acentuado muchas veces por motivos religiosos. «Veinte siglos llevamos de cristianismo —añaden— y las guerras no han cesado de ensangrentar la superficie de la Tierra. Los príncipes cristianos se han acribillado cordialmente en una interminable orgía de contiendas entre «hermanos». ¿Qué puede pensarse de este Cristianismo inoperante que tan ineficaz se ha mostrado a lo largo de su larga existencia?».

      Este argumento es, seguramente, más agudo que el anterior y merece una reflexión ponderada por parte de nosotros, los católicos. Triste es tener que confesar, en efecto, que hoy, después de muchos años de cristianismo, las diferencias y los odios nacionales subsisten como una realidad dolorosa que escinde a los hombres y, a veces, les lanza a unos contra otros violentamente. Más triste aún es tener que reconocer que, aun entre cristianos, la pasión del interés, la pasión y las desviaciones del sentimiento patrio, no llegan a ser superadas por la doble unidad natural y mística que, como hijos de Dios y como miembros de la Iglesia, les une.

      Ahora bien, ¿prueba todo esto la inoperancia o ineficacia del Cristianismo? Yo diría que demuestra precisamente lo contrario. Todo esto prueba, en efecto, que el Cristianismo no ha llegado a penetrar todavía en la Humanidad, que sigue siendo la gran Verdad incomprendida y que, aun entre los mismos cristianos, muy pocos lo viven con intensidad suficiente para que a través de ellos actúe con verdadera eficacia social.

      Si alguien tiene la culpa de este estado de cosas, de este fracaso del Cristianismo —un fracaso muy relativo y discutible a mi entender— no es la Doctrina de Cristo, sino la pereza de los cristianos o, mejor aún, de los malos cristianos, los cuales olvidan el auténtico sentido vital del Amor a Dios, como ley creadora de paz y de armonía entre los hombres y proceden en el orden social como si no la hubieran conocido jamás.

      Pero, ¿cuánto tiempo hará falta para que la Humanidad adquiera la concentración de cristianismo necesaria para lograr ese orden humano, justo y caritativo que todos deseamos? Será preciso, sin duda, que la gran verdad evangélica se sedimente mucho más densamente en los espíritus y que llegue, en fin, a colmarlos para que rebasen de su propia medida.

      Reconocer la propia insuficiencia y debilidad, no sólo no va en detrimento de la doctrina que se profesa, sino que, al contrario, en ciertos casos la enaltece y avalora. Si la paz no está hoy asegurada no es porque los pueblos sean cristianos, sino porque no son bastante cristianos... ni lo han sido nunca en grado suficiente.

      Mas, quede bien claro también, que la Paz de Cristo no coincide exactamente con la «paz a todo precio» que algunos propugnan en el momento presente. Porque el cristiano estima que hay valores más nobles, más elevados y deseables que la paz misma. Y que hay males más terribles que la guerra.

      Discriminar y jerarquizar estos valores es muy importante y a ello ha dedicado sus tareas un Congreso de teólogos reunidos el pasado mes de mayo en Oropa, bajo la dirección de la Asociación Católica Internacional «Pax Christi».

      Ya el P. Vitoria se había entretenido en esto hace unos cuantos años.

 

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