Carlos Santamaría y su obra escrita

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Monopolios inadmisibles

 

La Voz de España, 1950-01-10

 

      El buen sentido, el sentido común, ese poder indefinible, mas no por eso menos real, que nos permite sortear tantos escollos, tiene un enemigo terrible, que es el «pensamiento técnico».

      Entendemos por pensamiento técnico el que se realiza con arreglo a un método y generalmente en estrecha unión con un lenguaje especializado. Esta jerga propia de cada técnica es, en algunos casos, un simbolismo, un álgebra; otras veces se reduce a un conjunto de vocablos o «tecnicismos», de los cuales es preciso desconfiar, porque suelen encerrar un significado misterioso, que nada tiene que ver con su traducción vulgar.

      Ahora bien: por causa de ciertos pequeños fracasos, más bien aparentes que reales, y debido, sobre todo, al creciente desarrollo de los conocimientos humanos, que van constituyéndose todos en forma científica, hasta el punto de que apenas sí queda sitio para pensar libremente, el sentido común está bastante desacreditado entre los especialistas.

      Por otra parte, las personas que, prescindiendo de todo tecnicismo, se limitan a aplicar su sentido común, suelen utilizar, en general, un lenguaje claro y sencillo, de manera que adquieren un aspecto de ingenuidad o de inocencia infantil ante las frases alambicadas y llenas de trucos de los especialistas. Así, por ejemplo, decir que una persona parpadea frecuentemente es algo claro, simple y, hasta cierto punto, ingenuo. Decir, en cambio, que padece un «biefaropasmo crónico» es seguramente mucho más preciso y satisfactorio, y, desde luego, mucho más elegante. Análogamente, cuando un economista quiere expresar que unos cuantos productores fuertes destruyen la competencia de otros productores débiles, afirma que existe un «oligopolio horizontal con competencia exterior en mercado perfecto», lo cual, con toda certeza, ha de producir sensación entre los oyentes. Es el mismo caso del médico que manifiesta al paciente que padece una «rinofaringitis con hipersecreción lacrimal y prurito nasal», queriendo decir, simplemente, que tiene un catarro a consecuencia del cual le lagrimean los ojos y le pican las narices.

      Estos ejemplos, y otros muchos que pudieran darse, demuestran que el hombre que, a pesar de poseer un excelente sentido común, no tiene a su disposición un lenguaje técnico capaz de impresionar satisfactoriamente a sus interlocutores, y si lo tiene, no le da la gana de emplearlo, apenas si puede hablar de ninguna cosa sin exponerse a hacer el ridículo o, por lo menos, a despertar una sonrisita compasiva en las personas que le escuchan.

      Poco a poco, los especialistas van, pues, acotando parcelas del pensamiento humano y hasta se las van apropiando para disfrutarlas ellos solos. A los que no poseemos ninguna técnica o si la poseemos preferimos olvidarnos de ella para ocuparnos de otras cosas, nos está vedado penetrar en esos cotos espirituales en los que no pueden cazar más que los iniciados. Estos hacen todo lo imaginable para evitar la invasión de los intrusos, dificultando, por cuantos procedimientos tienen a su alcance, la comprensión de las cosas más sencillas.

      No protestamos aquí contra los tecnicismos impuestos por la necesidad de la investigación misma, sino contra el vicio de la excesiva «tecnización del pensamiento», y contra el monopolio que, como consecuencia del mismo se produce a beneficio de los técnicos y en perjuicio de las gentes de buen sentido, que las hay todavía, gracias a Dios.

      Esto es tanto más de lamentar cuanto que, como ha dicho Paul Valéry, muchas verdades escapan a la percepción de los especialistas y se hallan, sin embargo, patentes ante la mirada ingenua del hombre sencillo. De modo que, en ocasiones, pierden aquéllos el tiempo y se lo hacen perder a todo el género humano por no querer escuchar las opiniones, simplistas y poco autorizadas, pero de un realismo desconcertante, del hombre de la calle.

      Reconozcamos que, en algunos aspectos, la complejidad y oscuridad de las ciencias es inevitable porque la razón humana debe realizar la persecución de la verdad con grandes penalidades, oteando entre tinieblas, a través de espesos boscajes, que debe sortear a fuerza de fatigosos rodeos. La verdad es simple, pero está encubierta, para nosotros los humanos, de una maraña de complejidades. El buen sentido nos muestra a veces la verdad con la claridad y simplicidad de una revelación, pero la razón técnica desconfía y somete ese conocimiento intuitivo a un análisis concienzudo y, por lo general, premioso y antiestético. Compárese, por ejemplo, la elegante y ágil facilidad de una carambola, realizada por un buen billarista, con la premiosidad del cálculo matemático de esta misma carambola, aunque sea llevado a cabo por un as de la mecánica racional. Este es un mal inevitable, inherente a la caída naturaleza humana.

      Ahora bien, de la misma manera que en las ordenanzas municipales se prohíben ciertos abusos del urbanismo, tales como la parcelación de determinados parajes o parques naturales, en los que sería deplorable se edificara o se estableciesen jardines de propiedad particular, haría falta que una ley intelectual prohibiera también la completa tecnización del saber. Ciertos parajes del espíritu deberían ser, al menos, respetados por esos sabios que tanto se resisten en expresión de Balmes, a hablar «el pobre lenguaje de los humanos».

      A todo hombre, por ejemplo, le gusta filosofar, y a ratos siente una verdadera necesidad de ello. La Filosofía, ciencia de las primeras verdades, habría de ser la cosa más simple del mundo. Los hombres deberían poder pasearse por ella en los momentos de cansancio o de aburrimiento, recrearse en la atmósfera pura del saber primordial. Pero ocurre todo lo contrario. Los filósofos manejan el lenguaje técnico más complicado y, sobre todo, más peligroso que en el mundo haya sido inventado. Cuando se trata de cuestiones filosóficas, cada autor da a las palabras, aún a las más vulgares, un sentido diferente y uno está expuesto a decir o a pensar los mayores disparates si se deja llevar de la música de los vocablos. De modo que el jardín de la Filosofía, lejos de ser un verdadero jardín, es como una gazapera cubierta de trampas en la que no se puede dar un paso sin peligro de ser atrapado.

      Este monopolio de la Filosofía es antihumano.

      Afortunadamente, los filósofos de nuestro tiempo van dándose cuenta de ello y renuncian a la rigidez clásica. Muchos de ellos utilizan el ensayo literario y aun el teatro para exponer sus construcciones y plantear y resolver problemas nuevos. Recuérdese el teatro de Sartre y la exquisita literatura de Gabriel Marcel, de Berdiaeff o Ortega. Hay quien considera esto como una degeneración y un retroceso de la auténtica filosofía. A mí me parece que, al menos en cierto aspecto y siempre que el rigor científico no salga excesivamente perjudicado, más bien constituye un progreso y, sobre todo, una humanización estimable del saber.

      Pero no cabe duda de que encierra también sus peligros, pues las gentes, sin darse cuenta de ello, cuando creen pasar el rato cándidamente, son objeto de un invisible bombardeo de nuevas ideas filosóficas cargadas de poderosos explosivos.

 

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