Carlos Santamaría y su obra escrita

 

¿Trascendencia o encarnación?

 

Documentos, 7 zk., 1951

 

      La actitud social del cristiano es seguramente uno de los temas actualmente más debatidos. Desacreditada ya, en buna hora, la teoría de los «cristianos liberales» que juzgan posible una disociación completa entre la religión y la vida pública, —porque según ellos, la religión es un asunto puramente privado— muchos católicos se sienten llamados a una acción social valerosa e intensa. Hoy se percibe mejor que nunca la trascendencia social del hecho religioso y la importancia de la misión que el cristiano debe desempeñar en el seno de la Sociedad.

      Pero lo que no aparece tan claro es el modo de realizar esa acción social y de «organizarla».

      Durante muchas décadas la principal preocupación de los católicos había sido en la mayor parte de los países la de defenderse de los ataques del poder público, frente a una política más o menos abiertamente laicistas y secularizadora. Esta defensa no podía ser llevada a cabo sino mediante una organización poderosa y bien concebida.

      Hay que reconocer que tal organización ha realizado grandes progresos en todos los órdenes. Tanto en los medios obreros como en los intelectuales, los católicos han llegado a constituir una fuerza apreciable y a hacerse respetar, hasta el punto que hoy se cuenta con ellos aun en los países en que constituyen una reducida minoría.

      La bandera de la Acción Católica ha sido y sigue siendo el «instaurare omnia in Christo» «restaurarlo todo en Cristo»: su programa consiste, pues, en conquistar la sociedad para su verdadero Rey. Es decir, que los católicos no sólo no están dispuestos a dejarse arrinconar, sino que pretenden saturar de cristianismo todo lo que es o representa algún valor en la vida social. El mundo del trabajo y el de la cultura, el taller y la Universidad, la política y la vida internacional, las artes y las ciencias... todo, en fin, lo que forma la trama de la actividad histórica de los pueblos, debe ser reconstruido sobre bases profundamente cristianas y de esta suerte será erigido el reinado social de Jesucristo.

      Para alcanzar estos ambiciosos resultados los cristianos forman una legión, un ejército de esforzados combatientes. Hombres, mujeres y jóvenes son encuadrados en un sistema jerárquico y bien disciplinado, que es la Acción Católica. Se les predica el ideal de conquista y, para evitar toda confusión, se les recuerda constantemente que se trata de un ideal espiritual el cual sólo puede ser logrado merced a una vida religiosa rebosante.

      Se intenta así dignificar o cristianizar las estructuras temporales: mediante el «témoignage» o testimonio los cristianos se colocan en una posición vitalmente proselitista, y al buscar en los valores típicamente sociales del cristianismo el medio más adecuado para hacer comprender y para propagar la fe, lejos de desinteresarse de los problemas terrenales, propugnan los sistemas más justos y se sacrifican por el bien común; sugieren, unas veces, las fórmulas más equitativas para afrontar las intrincadas cuestiones de la producción y del trabajo, acometen, otras, por medio de grupos especializados la realización de obras de interés benéfico social, intentan crear sindicatos y asociaciones patronales para fomentar la unión entre una y otras clases productoras, promueven, en fin, por todas partes la difusión de la llamada «doctrina social y económica de la Iglesia».

      Esta actitud que venimos describiendo corresponde, sobre poco más o menos, a lo que el canónigo de Lovaina, G. Thils, en un interesantísimo librito que es un prodigio de simetría y de equilibrio y de ponderación(1), denomina cristianismo de «encarnación».

      Frente a esta concepción y como consecuencia de los abusos y de las exageraciones en que algunos parecen haber incurrido, se inicia ahora después de la última guerra y precisamente en los países donde las «organizaciones» de Acción Católica habían realizado progresos más sensibles desde el punto de vista que pudiera llamarse «técnico», una nueva tendencia, opuesta en varios aspectos a la anterior y llena de ideas razonables, aunque encierra también peligros evidentes. Esta segunda tendencia es la que Thils llama cristianismo o actitud de «transcendencia».

      Contrariamente al interés que los católicos de «encarnación» venían prestando a los problemas económico-sociales, hasta el punto de que algunos de ellos parecían haber olvidado que los objetivos de la Acción Católica sólo pueden ser, en último extremo, estrictamente espirituales, los cristianos de «trascendencia» insisten ahora en el aspecto ultraterreno y trascendente del reino de Dios.

      Hay, en efecto, quienes olvidan en exceso el carácter peregrinal de nuestra existencia y se dejan llevar por la tentación milenaria de trasformar el mundo en un reino de paz y de amor. Es la tentación de la temporalización que pone constantemente a prueba el sentido de trascendencia de los cristianos. El cristiano de trascendencia insiste en que el verdadero reino de Dios no sólo es el reinado de Jesucristo sobre la tierra, sino sobre todo el cielo donde El comparte con sus elegidos el convite eterno.

      Lo que el pueblo ha de saber es esto: que la vida es un tránsito, que la felicidad no puede ser lograda en este mundo, que nuestra verdadera patria no está aquí y que todas las realizaciones temporales están condenadas, en último término, al fracaso.

      Las estructuras políticas y sociales tienen, pues, para el cristiano de trascendencia, una importancia completamente secundaria. Sin que esto quiera decir que haya de caerse en una especie de quietismo y sin perjuicio de que se haga lo que buenamente se puede por atenuar los dolores físicos y morales del género humano, hay que huir de una «temporalización» excesiva de nuestras preocupaciones y de una exagerada «organización» de nuestras fuerzas. Lo que al cristiano de trascendencia le interesa en último extremo más que la organización de las instituciones es la vida de las almas.

      Â¿A fuerza de inquietarnos por la conquista de las estructuras sociales no llegará a ocurrir que nos veamos sumidos en un océano de problemas materiales que nada tienen que ver con el mensaje evangélico ni con el problema de la salvación? ¿Entre tantas preocupaciones temporales no echaremos en olvido lo único necesario?

      En algunos países los católicos habían comprendido que la recristianización de las masas era imposible si antes no se les daba de comer, lo cual es muy justo. «Démosles pan primero y luego vendrán a nosotros» se decían. Y he aquí que, al parecer, la experiencia demuestra ahora que allí donde el bienestar material ha sido establecido y las obras sociales fuertemente impulsadas por los católicos han mostrado el interés y la eficacia social de la Iglesia, las gentes siguen casi tan apartadas de Cristo como antes o acaso más. ¿Cómo se explica esto? Porque —dice el cristiano de trascendencia— el verdadero carácter del mensaje evangélico había sido olvidado o traicionado. Los cristianos se presentaban como los hombres que iban a resolver el problema social y a proporcionar al pueblo un vivir confortable; la nota había sido exagerada.

      Pero el reino que nosotros predicamos no es de este mundo, la paz de Cristo no es equivalente a la tranquilidad de los que están seguros de poder llenar sus estómagos y los de sus hijos; el remedio que Cristo viene a traer a la tierra sólo puede evitar una parte de los dolores y de las miserias de la existencia, pero nos obliga a asumirlas todas en una aceptación amorosa de la voluntad divina.

      Hacer creer a los hombres que la doctrina social de la Iglesia puede asegurarles una existencia tranquila en la que se hallen garantizadas las múltiples necesidades domésticas puede ser parcialmente justo —porque la práctica de la moral cristiana trae consigo grandes bienes temporales— pero si se presenta esta afirmación como el punto primordial de nuestro programa ¿no se producirá una lamentable inversión de valores?

      Sin embargo, en este sentido se expresan y piensan muchas veces ciertos propagandistas cristianos convertidos en cándidos humanistas o en ingenuos sociólogos. Entregados, con la mejor buena fe, a buscar la solución de los problemas económicos y políticos de la Humanidad echan en olvido la enorme realidad del pecado, trágicamente pendida sobre el género humano, y el carácter sobrenatural y ultraterreno de la Esperanza cristiana.

      No hay, pues, paralelo posible entre el comunismo y el cristianismo. No tenemos por qué imitarles en sus realizaciones, oponiendo a un ejército otro ejército, ni hay por qué aceptar esa lucha en la que quieren llevarnos a su propio terreno. Nuestros fines son trascendentales y el comunismo es la negación máxima de toda trascendencia.

      El cristiano de trascendencia hace resaltar así el aspecto paradójico y aparentemente contradictorio del cristianismo, la locura de la Cruz. si seguimos el ejemplo de Cristo muchas veces causaremos la risa o el desprecio de nuestros contradictores. Pero poco importa que seamos víctimas de la persecución o de la incomprensión, que perdamos terreno, incluso, en el dominio social o político si gracias a eso vamos más directamente a las almas y practicamos más profundamente los consejos evangélicos, aunque para ello tengamos que volver a las catacumbas.

      Al activismo a que se exponen los cristianos de encarnación se opone, pues, un «misticismo» exagerado que es, a su vez, el peligro de sus contradictores, los cristianos de trascendencia. A la agitación en que fácilmente pueden caer los primeros, una excesiva «indiferencia histórica». Al testimonio activo, militante y conquistador, una presencia más espiritual, ingrávida, que rehuye el abuso de manifestaciones bullangueras y de propagandas ruidosas. Finalmente, al afán de novedad catequética y apologética del cristiano de encarnación se enfrenta la necesidad de una vida piadosa más intensa y recogida como lo único que puede salvar al mundo de hoy, en la medida en que este mundo puede ser salvado.

      Juzgue el lector sobre la importancia y el interés del problema planteado. En realidad el propio Thils, que lo ha planteado en términos muchos más precisos, propone la solución que teóricamente no parece difícil: los extremos y las exageraciones, en un sentido u otro, deben ser evitados.

      La aportación de Thils nos parece de un valor indiscutible. Una terminología adecuada contribuye siempre a resolver los problemas y a evitar peligrosas confusiones.

 

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