Carlos Santamaría y su obra escrita

 

La vertu d'efficacité

 

Documentos, 11 zk., 1952

 

      La eficacia es, a pesar de todo, una auténtica virtud y hay urgente necesidad de repensarla con mentalidad cristiana. Pero, ¿hasta qué punto es esto posible? Desde una perspectiva cristiana, ¿cabe propiamente hablar de eficacia? Vistas las cosas bajo especie de eternidad, ¿hay algo que merezca el nombre de eficaz? ¿Hay algo que sirva para algo, como no sea el adquirir méritos para la vida eterna? Tendremos acaso que preguntarnos con el Cohelet «¿qué provecho saca el que se afana de aquello que hace?».

      En último extremo el hombre tiene que reconocer su inania, la futilidad de todas sus obras. Todo lo humano tiene su sazón, su pasar y su envejecer. Sólo Dios hace obra eterna y realmente duradera. «Dios sólo es eficaz» —nos dirá Jean Rolin—. No hay, pues, posibilidad de concebir una auténtica eficacia que, de un modo o de otro, no se halle ordenada a Dios. «La eficacia es una gracia con la que Dios corona nuestros esfuerzos».

      Pero qué lejos estamos ahora, ¡Dios mío!, de la concepción puramente técnica de la eficacia en la que los efectos son calculados de antemano, a veces con precisión de micras y de milésimas de segundo. Lo más impresionante de la técnica es acaso su regularidad, su exactitud, la seguridad con que el efecto sigue a la causa y todo parece producirse fatalmente de acuerdo con el plan inicial. La máquina sorprende aun a sus mismos inventores.

      Entonces este mundo de la técnica, ¿qué? ¿Tampoco vale nada? ¿Está también incluido en las remotas razones del Cohelet? ¿El cielo lo contempla con absoluta indiferencia?

      No parece que sea así. Sí es cierto que sólo Dios es eficaz, no lo es menos que el hombre es muchas veces —mejor diríamos siempre, al menos en sentido permisivo— un instrumento de Dios. En este aspecto el hombre es también capaz de realizar obra imperecedera aunque esté condenado a ignorar el alcance y el valor de eternidad de sus propias obras. Todo artífice quiere poner eternidad en su obra. ¿Se equivoca quizás? ¡Quién podría decirlo con seguridad! ¡Quién conoce a este respecto los designios de Dios! La eficacia es, lo repetimos, una auténtica virtud, pero acaso exija como todas las virtudes, como primera condición, el olvido de sí misma, el abandono en las manos de Dios.

 

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