Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Necesidad de una liberación psicológica y moral del proletariado

 

Ya, 1953-10-30

 

    La libertad política y la libertad económica no sirven a la persona sin la libertad espiritual.

    Toynbee define la condición proletaria como el sentimiento de la propia enajenación social. El proletario se reconoce a sí mismo como objeto o como utensilio social, pero no como persona, como sujeto de derechos y miembro activo de la comunidad.

    Lo característico del proletario es, por tanto, el complejo cosístico, el sentimiento de ser cosa o de ser tratado como tal —en lo que como es claro, puede haber mucho de puramente subjetivo—. Para arrancar al proletario de su mísera situación no basta, pues, asegurarle el ejercicio de unos derechos ciudadanos, una consideración social y una adecuada libertad económica. Se precisa, además, liberarle psicológica y espiritualmente.

    Tan ilusoria sería la libertad política sin la libertad económica como ambas libertades juntas sin la libertad íntima, la que se asienta en la convicción de la propia dignidad personal y que sólo adquiere pleno sentido en la esfera religiosa.

    De aquí que el mundo occidental vuelva hoy su mirada hacia altos valores que habían sido menospreciados por las corrientes materialistas.

    En un tiempo se creyó, en efecto, que concediendo a todos los hombres iguales derechos políticos podría hacerse de ellos ciudadanos conscientes y activos. No tardó, sin embargo, en verse que este modo de pensar era ilusorio; en último extremo, la libertad política, sin el complemento de una libertad económica, favorecía más a los poderosos que a los débiles. Las masas proletarias, apenas sacudidas por las revoluciones liberales, volvían a caer de nuevo en su letargo. Materia amorfa, terrosa e inerte, los políticos no podían esperar de ella ningún impulso constructivo y sí sólo movimientos ciegos y catastróficos, desprendimientos de tierras que se hunden o agitación de olas que se encrespan.

    Algunos dieron entonces por fracasados los intentos liberadores y propusieron que se hiciese marcha atrás, pretendiendo que era necesario que existiesen esclavos, masas represadas, políticamente inertes, cuyo centro de gravedad no podía ser elevado sin grave riesgo de derrumbamiento social. Afirmaron que para contener la presión de esas míseras muchedumbres sólo podían utilizarse dos medios: el cañón por una parte y, por otra, la fe, o más bien, el recurso a una religión puramente consolante, destinada tan sólo a edulcorar la brutal realidad del sórdido vivir proletario.

    Pero la mayor tragedia del gobernante no consiste tal vez en verse discutido por la sociedad, sino en sentirse desasistido de ella. Cuando, apagada toda rebeldía y doblegada toda insumisión, el hombre que ha dominado una revolución adversa se encuentra ante una masa apática y vencida, la sociedad parece asfixiarse y morir entre sus manos, por falta de respiración o de evaporación social. A la atmósfera no sube una gota de agua de las tierras resecas, que sólo parecen aptas para ser pisadas.

    Por eso, gentes más avisadas y que procedían de distintos campos, pensaron que había que completar la transformación política con una transformación económico-social. Vinieron las revoluciones sociales y los movimientos evolutivos, más lentos, pero más firmes, de política social. En algunos países, sin duda los más ricos, las clases inferiores, o al menos zonas muy extensas de las mismas, alcanzaron un tenor de vida que parecía bastante satisfactorio y confortable.

    Entonces se produjo el hecho menos esperado: a pesar de la legislación social, a pesar de las ventajas materiales y de la seguridad real en el orden económico, el hecho proletario subsistía en el fondo, aunque bajo un barniz resplandeciente de progreso material. El genuino sentimiento de la libertad y de la dignidad personal no había nacido en las almas. Asomaba, al contrario, por el horizonte el fantasma de la sociedad-máquina. Utopistas y profetas anunciaron la tragedia inminente: los totalitarismos materialistas y tecnocráticos.

    Como Gobineau —el autor de la «Pléyades», ahora de nuevo en boga en Francia—, otros muchos presintieron una nueva y pétrea organización social, «una organización en la cual los pueblos, bien alimentados, bien vestidos, formarán un vasto, un inmenso conjunto, admirablemente dirigido, entretenido, engrasado, según las más sabias reglas, y serán conducidos desde lo alto por pastores todopoderosos, dioses inmortales, a los cuales no se podrá responder, contra los cuales será insensato discutir, que tendrán todos los derechos, que aplicarán todas las disciplinas y que bendecirán en un hosanna perpetuo las generaciones mantenidas por ellos».

    Ahora se empieza a ver en el mundo que la libertad es, ante todo, un valor espiritual y que la redención del proletariado no se operará sin su ascensión moral. Los esfuerzos serán estériles si del seno mismo de la masa trabajadora no brota un movimiento ascensional, plenamente consciente, que rompa definitivamente el sortilegio de la proletarización. Pero esta elevación consciente de la clase proletaria no puede ser realizada sin la colaboración de los intelectuales, actuando «desde dentro», como conciencia y estímulo de esas masas.

    Para llevar a cabo tal misión, el intelectual cristiano necesita, ante todo, desechar definitivamente la tentación helénica de la contemplación —es decir, esa falsa visión de la existencia humana que concibe el trabajo como una pura maldición— y situarse, con decisión, en el ámbito mismo del mundo del trabajo, mundo que es también el suyo. Un mundo del cual no tiene derecho a desertar.

 

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