Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El problema de la intolerancia en el catolicismo español

 

Cuadernos Hispanoamericanos, 48 zk., 1953-12

 

    Uno de los pecados o vicios nacionales que no siempre son reconocidos como tales es el de la intolerancia, pecado al que están particularmente expuestos los españoles por su temperamento cálido y por las circunstancias en que se ha forjado su Historia.

    Claro está que puede haber una intolerancia legítima, signo de vitalidad y de buena salud moral. Pero, junto a ella, puede haber también una intolerancia pecaminosa, que haga imposible o muy difícil la convivencia social, y es a la que principalmente hemos de referirnos aquí.

    Para estudiar este fenómeno, lo mejor sería, probablemente, adoptar un método histórico, tratando de poner en claro el proceso de la intolerancia en función de otras variables políticas, religiosas y culturales. Pero yo no estoy en condiciones de acometer este trabajo, y trataré simplemente de mostrar diferentes aspectos de lo que no vacilaría en llamar el pecado de intolerancia de la sociedad española actual.

    Hay quienes niegan el hecho de la intolerancia española entendiendo que esta supuesta intolerancia no es sino una invención más de la leyenda negra. Observemos, sin embargo, que toda colectividad humana es, en mayor o menor grado, intolerante. Toda comunidad política, religiosa, social o cultural tiende a oponerse, de un modo natural y casi automático, a cualquier fuerza que pueda ocasionar su desintegración. La intolerancia es, pues, un reflejo defensivo, que aparece, sobre todo, en las épocas de decadencia o de debilitamiento del organismo social, y que no podía faltar en la decadencia española, porque, además, las características temperamentales del pueblo español favorecen, como veremos, el desarrollo del fenómeno.

    Lejos de reconocer esta posible ilegitimidad, algunos proclaman orgullosamente nuestra intolerancia, considerándola como un timbre de gloria, una muestra de la firmeza y de la virilidad de nuestras creencias.

    Â«La tolerancia es virtud de mujeres», se ha dicho alguna vez, y en esta frase se refleja todo el profundo desprecio con que el español mira cuanto pueda parecer una concesión a la propia o la ajena debilidad. El hecho de que se considere al pueblo español como pueblo elegido por Dios para defender la fe cristiana, conduce a una actitud teológicomilitar, llena sin duda de grandeza, pero en la que tal vez se confunde la intolerancia española con la intolerancia católica, trasladando así el problema a un plano mucho más elevado, a ese plano en el que algunos pensadores españoles, como Donoso, tienden, por instinto, a plantear todos los problemas: el plano de la teología.

    Siguiendo esta línea nos veríamos conducidos a una cuestión distinta de la que nos hemos propuesto, y tal vez de no menor interés: el problema de la intolerancia católica. No el de la intolerancia del catolicismo español, sino el de la de todo el catolicismo, problema que afecta, pues, también a los católicos de los demás pueblos. Porque en todas partes se nos achaca a los católicos el ser los campeones de la intolerancia.

    Merece la pena de que nos detengamos por unos instantes a considerar la intolerancia católica, es decir, la que es característica del propio catolicismo, independientemente del matiz local e histórico que pueda adquirir al manifestarse en situaciones concretas en este o aquel país, en este o aquel momento histórico.

    La Iglesia no ha negado nunca su intolerancia dogmática y disciplinar; no sólo no la ha negado, sino que la afirma y la proclama siempre como una consecuencia directa de su propia doctrina. Claro está que esto trae consigo un problema y una cruz para los católicos, que han de vivir en un mundo descreído, sin poderse hacer comprender de él; un mundo que ignora lo que es el don de Dios y que por eso se escandaliza de ciertas actitudes de la Iglesia.

    Existe una intolerancia legítima, una santa intolerancia, en la Iglesia. Los non possumus de los Pontífices de Roma han sido las barreras más formidables que ha conocido la historia de Europa. Pero esta intolerancia no es una cosa tan sencilla y tan clara como muchos piensan, porque en realidad implica un misterio que forma parte del misterio mismo de la Iglesia.

    Desde luego, la palabra intolerancia, elegida, sin duda a falta de otra mejor, por los teólogos católicos para designar la actitud opuesta al eclecticismo y al agnosticismo religioso más o menos acusados de otras confesiones, no es una palabra adecuada, porque ella evoca, de un modo casi inevitable, todo un contenido pecaminoso de actitudes sociales de prepotencia, de soberbia y de dureza de corazón que nada tienen de cristiano, y que son por completo ajenas a la postura de la Iglesia. «Basta —dice Balmes— pronunciar el nombre de intolerancia para que el ánimo de algunas personas se sienta asaltado de toda clases de ideas tétricas y horrorosas». Esto invita a pensar que el vocablo es poco apropiado, pues nadie está en condiciones de depurar el sentido ordinario de las palabras ni de eliminar las resonancias desagradables que éstas puedan tener en el uso corriente. De aquí que los teólogos católicos como los padres jesuitas Pribilla y Murray consideren la expresión intolerancia dogmática como «extremadamente desgraciada». Y afirmen que «su efecto inmediato es el de crear perjuicios y malentendidos», o que su uso se hace «duro e insoportable para los oídos no habituados». El propio padre Vermeersch reconoce que la expresión «intolerancia eclesiástica» tiene algo de impopular, y que no corresponde a la compleja realidad que quiere representar.

    Ahora bien: lo que en el lenguaje de los valores humanos se suele representar por la palabra intolerancia, nada tiene propiamente que ver con la intolerancia de la Iglesia. La intolerancia de los hombres viene de la carne. La intolerancia de la Iglesia procede del Espíritu. La primera está hecha, muchas veces, de parcialidad, de soberbia, de envidia y de falsa seguridad del hombre en sí mismo; la segunda, la intolerancia de la Iglesia, está hecha de entereza y de rectitud, de firmeza y de seguridad en la Verdad, y, sobre todo, aunque parezca mentira, de Amor: porque todo en la Iglesia viene del Amor y va al Amor.

    En el orden humano, tolerancia e intolerancia son dos actitudes opuestas, necesariamente parciales e insatisfactorias. En el orden divino-humano, en Cristo, no existe tal oposición, sino, al contrario, una perfecta armonía entre ambas. Por eso, porque llevan en sí mismas una imperfección, un sello de pecado, esas dos categorías no son propiamente aplicables a Cristo ni a la Iglesia. De Cristo, ¿quién se atrevería a decir que fue un intolerante? O, al contrario, ¿quién podría afirmar que fuese, a pesar de su trato y su amistad con pecadores y pecadoras públicas, lo que hoy se llama un hombre tolerante? La figura de Cristo está por encima de estos conceptos, pues Nuestro Señor fue a un mismo tiempo, como Dios, la suma Intolerancia y la suma Tolerancia, concurriendo en El estas dos cualidades, reducidas a una sola, en grado excelso de virtud.

    La Iglesia no sólo manifiesta su fortaleza y su intransigencia con el error cuando fulmina sus anatemas o cuando proclama sus enseñanzas desde la cátedra de Roma majestuosa, sino también de otras maneras. También con sus sollozos y con sus silencios, en ocasiones más elocuentes que sus mismas palabras, la Iglesia nos está diciendo hasta qué punto el error religioso se le hace insufrible.

    Â¡Extraña intolerancia la de la Iglesia, que culmina en el martirio y encuentra en él su más fina y sublime expresión! Es la intolerancia de la oveja entre los lobos. «Id, que yo os envío como corderos en medio de lobos».

    En la Iglesia, repito, todo está inspirado por el Amor, y así Ella es siempre maternal, incluso cuando reprende, cuando prohíbe y cuando castiga. «Todas las penas infligidas por la Iglesia son medicinales; el objeto final es siempre la conversión y la salvación del pecador». Recordemos aquella frase de Pablo en la Epístola a los Corintios, en el asunto de los incestuosos:

    Â«Entrego a ese tal a Satanás (es decir, lo excluyo de la comunión de los fieles, y desencadeno contra él el poder de Satanás, que hasta ahora estaba encadenado) para ruina y mortificación de su carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor».

    Si la intolerancia disciplinar de la Iglesia es generalmente mal comprendida, la intolerancia dogmática resulta, probablemente, todavía más difícil de entender para aquellos que juzgan a la Iglesia con criterios puramente humanos. La intolerancia dogmática de la Iglesia es la intolerancia de la Verdad. En la Iglesia se vive de la Verdad; pero no sólo de la Verdad como norma, como doctrina, como ciencia o como criterio, sino, sobre todo, de la Verdad como Persona, como Vida y como fuente inagotable de vida. Mientras no se adquiera o se conciba este contacto vital con la Verdad, mientras se siga pensando en el cristianismo como sistema o como ideología, no es posible llegar a comprender plenamente el sentido de lo que se llama ordinariamente la intolerancia dogmática de la Iglesia.

    Ahora bien: sería un grave error creer que todo es divino en la Iglesia, y atribuir al elemento humano que la constituye las cualidades de lo divino. Los pecados de los cristianos están presente en la Iglesia, aunque sin empañar jamás su santidad, que le viene de lo alto. No son pecados de la Iglesia, la cual, por su constitución divina, es impecable; pero sí hieren a la Iglesia, la dañan y atormentan; forman la Cruz, que todo el Cuerpo Místico padece en su camino de amargura a través de la Historia.

    Al estudiar, pues, el problema de la intolerancia católica debe separarse la intolerancia de la Iglesia de los pecados privados y colectivos de intolerancia que los cristianos podamos cometer, nuestras faltas de justicia y de caridad. En las actitudes de los católicos cabe todo: lo bueno y lo malo. Ahora bien: lo que en la Iglesia hay de firmeza y de integridad, es decir, de santa intolerancia y de benignidad, de humildad, de paciencia y de caridad, es decir, de santa tolerancia, debe ser atribuido a Cristo, cabeza del Cuerpo Místico, y a sus santos, que de El reciben la santidad. Lo que en los cristianos —e indirectamente en la Iglesia, en el sentido antes señalado— pueda haber de desconfianza, de incredulidad, de escepticismo, de indiferencia religiosa, de abandono moral, es decir, de falsa tolerancia, por una parte, y de soberbia, de engreimiento, de dureza de corazón, de afán de poder temporal, de prepotencia, de parcialidad, de espíritu de secta, es decir, de intolerancia pecaminosa, por otra, debe ser atribuido a la flaqueza y a la maldad humanas.

    Si partiendo de estas ideas queremos afrontar el problema de la intolerancia en el catolicismo español, será preciso que separemos ante todo lo que en esa intolerancia pueda haber de divino y lo que pueda haber de humano y, más concretamente, de español. Considero a este respecto muy razonable lo que dice don José Ortega y Gasset —y conste que sé muy bien, sin que nadie me lo recuerde, que este gran pensador no es, ni pretende ser, ningún doctor de la Iglesia— de que nuestro catolicismo va lastrado con vicios españoles, y que, viceversa, los vicios españoles se amparan y fortifican con frecuencia tras una máscara insincera de catolicismo.

    Lo primero ocurre así en todas partes, y nadie se extrañaría, por ejemplo, de que dijésemos que el catolicismo en Francia va lastrado con vicios franceses, pues es completamente natural que así sea. En cuanto a lo segundo, tratándose de un país como España, en el que el catolicismo ha conservado, aun en los peores momentos, un influjo social importante, es también natural que muchos lo hayan utilizado y lo utilicen para encubrir sus maniobras y sus ambiciones personales o de grupo. Y esto no es tampoco un secreto para nadie, sino algo que todos vemos como un gran peligro para nuestra auténtica religiosidad.

    Piensa Berdiaeff que la Iglesia ha atravesado y debe seguir atravesando dos pruebas opuestas en el curso de la Historia: la prueba de la persecución y la prueba del triunfo. Si la primera es temible, la segunda lo es acaso más, ya que en ella el demonio hace uso de toda su astucia para adormecer la voluntad defensiva de los cristianos con extrañas y viscosas tentaciones.

    Pues bien: es posible que la Iglesia española esté sufriendo ahora esta segunda prueba, la prueba del triunfo, de un triunfo que, naturalmente, no es el genuino triunfo de la Iglesia —su epifanía celestial—, sino simplemente una situación temporal fundada en el acuerdo con un poder civil, que se declara dispuesto a reconocerle y facilitarle el ejercicio de sus derechos. Esto no suprime, claro está, la lucha esencial de la Iglesia, que es la lucha con el pecado. La Iglesia nunca deja de ser una comunidad peregrinante; jamás puede acomodarse en el tiempo. El enemigo de la Iglesia es siempre el mismo: el pecado, la tentación. Estemos seguros de que ésta no ha de faltarles nunca a los cristianos, aunque las tentaciones de los cristianos perseguidos no serán todas las mismas que las de los cristianos protegidos.

    Evidentemente, al estudiar este tema corremos el riesgo de dejarnos llevar de esa misma intolerancia, que quisiéramos ver corregida, y, sobre todo, de esa tendencia a la exageración que se acusa entre nosotros, y que es causa de muchos males en todos los órdenes de la actividad social.

    Existe en el español, como dice Menéndez Pelayo, «una extremosidad de carácter que le lleva a sacar todas las consecuencias del primer yerro», y Unamuno no está tal vez desacertado cuando afirma que, en España, «persiste vivaz el instinto de los extremos, a tal punto que los supuestos justos medios no son sino una mezcolanza de ellos».

    Pero sería incurrir también en esa misma extremosidad de carácter al querer generalizar estas observaciones, dándolas por válidas para todos los españoles, pues si tal tendencia a la generalización irreflexiva es siempre peligrosa, mucho más lo sería frente a un pueblo tan diverso y multiforme como lo es el pueblo español, «uno en la creencia religiosa (pero) dividido en todo lo demás por razas, por lenguas, por costumbres, por fueros, por todo lo que puede dividir a un pueblo», según la conocida frase de don Marcelino Menéndez Pelayo. Ahí está, sin ir más lejos, el caso de Balmes y de Donoso Cortés, el catalán y el extremeño, tan distintos que sólo hay entre ellos, en opinión del propio Menéndez Pelayo, un punto de semejanza, que es la causa católica que defienden.

    Es, por cierto, Donoso uno de los tipos más representativos de ese absolutismo peninsular, que siempre tiende a traducirse en fórmulas sonoras y a proyectarse en desorbitadas, pero no siempre edificantes, no siempre constructivas, empresas.

    Este menosprecio de lo crepuscular —del horizonte histórico, del matiz, de la hipótesis, como dirían los teólogos—, me parece a mí, hablando en términos genéricos, muy español, y creo que es causa de graves males para nuestro catolicismo. Porque, en realidad, no se llega de esta manera a vivir de absolutos, sino de ficciones de absoluto, partidismos de sectas que se combaten con saña infatigable, como si fuesen los propios Ahriman y Ormuz, entregados a su lucha cósmica.

    Así dice Unamuno —otro gran absolutista peninsular— que «todo español es un maniqueo inconsciente: cree en una Divinidad, cuyas dos personas son Dios y el demonio, la afirmación suma, la suma negación, el origen de las ideas buenas o verdaderas y el de las malas o falsas. Aquí lo arreglamos todo con afirmar o negar redondamente, sin pudor alguno, fundando banderías. Aquí se cree aún en jesuitas y en masones, en la hidra revolucionaria o en el ala negra de la reacción... O son molinos de viento o son gigantes: no hay término medio ni supremo; no comprendemos, o, mejor aún, no sentimos que sean gigantes los molinos de viento y los gigantes».

    Uno no puede menos de pensar, al leer estas líneas, que Unamuno se está combatiendo en ellas a sí mismo, es decir, al enemigo que lleva dentro de sí, su propio talante absolutista, que le impele a mostrarse intolerante frente a la intolerancia, dogmático frente al dogmatismo, absolutista frente al absolutismo. «A menudo —dice el exaltado vasco, en otro lugar—, a menudo se pasa uno la vida combatiendo la intolerancia de los demás, y si lográis arrimaros a su espíritu y registrarlo con vuestra mirada, veréis que está combatiendo su propia intolerancia».

    La extremosidad y el absolutismo del carácter español tienden a veces a manifestarse en una especie de dogmatismo desbordante y generalizado, que se manifiesta en todos los terrenos y en todos los dominios de la vida social. El español es dogmático en los toros y en el fútbol, en la tertulia, en el café, en la política, en la ciencia y hasta en los negocios. Acaso donde menos dogmático se muestre es en la Iglesia, porque en su enorme ignorancia religiosa llega a considerar como dogmas ciertas piadosas tradiciones, y desconoce, en cambio, por lo general, el contenido vital de los auténticos dogmas.

    La raíz de ese dogmatismo espurio, de ese engreimiento absolutista, se halla también, a menudo, en la pereza, que es, a mi juicio, uno de los grandes vicios españoles. Vicios aristocrático, si se quiere, y en ciertas formas hasta simpático, pero vicio al fin, del que no tenemos, ciertamente, por qué enorgullecernos. El perezoso se transforma fácilmente en dogmático, sobre todo si su concepción de ideas es fácil y rápida, como suele serlo en el español. De este modo se evita el tener que afrontar problemas nuevos, y verse obligado a trabajar para enterarse de lo que dicen y piensan los demás. Pereza y facilidad intelectual son dos cualidades que concurren frecuentemente en el dogmático. Ambas son corrientes entre los españoles de nuestro tiempo, tiempo, como dice Menéndez Pelayo, de «pereza de espíritu y de facilidad abandonada».

    Buscar el diálogo con hombres de otras perspectivas es fatigoso y no siempre agradable. Resulta más fácil y más cómodo afirmar que no hay nada que aprender, nada que leer ni escuchar fuera del recinto en que uno se ha encerrado. Así, muchos pretenden agarrarse a «la facilísima panacea de un libro o de un sistema que, por modo eminencial, me lo dé resuelto todo y me excuse el trabajo de pensar y de investigar por mi cuenta».

    Con razón condena el padre Sertillanges esta concepción perezosa del escolasticismo, que tanto daño ha hecho y sigue haciendo entre nosotros.

    Â«Si Santo Tomás hubiese vivido setecientos años, ¿habría repetido continuamente lo que dice en la Summa? ¿Podemos suponer que él, que cogió tanto de Aristóteles y de Platón, de Averroes y de Avicena, habría pasado junto a Descartes, Leibniz, Spinoza y Kant sin aprender nada de ellos?». Desgraciadamente, para algunos intelectuales católicos la fe es esto: un modo de justificar su pereza mental. He oído a algunas personas decir, por ejemplo: «En realidad, nosotros no tenemos necesidad de preocuparnos de esas ideas que inquietan a los franceses, pues para eso estamos en la verdad». Y he notado, en la forma de pronunciar este «estamos en la verdad», algo así como si el «estar en la verdad» fuera equivalente a estar sentado en un banco o arrellanado en un cómodo sillón. Pero la fe no es eso; no es nunca invitación a la pereza ni a la falsa seguridad, sino estímulo y alimento para la sana actividad en todos los órdenes de la vida.

    Claro está que la propensión al dogmatismo no puede ser siempre considerada, pura y simplemente, como un defecto, sino, en muchos casos, como una señal envidiable de vitalidad espiritual, intelectual o física.

    Pero, en cualquier caso, el falso dogmatismo no favorece el diálogo, el verdadero diálogo, que debe ser concebido no como conflicto de ideas absolutas que se enfrentan y entrechocan violentamente, sino como esfuerzo de colaboración y complementación.

    Entre gentes intolerantes por temperamento, la conversación degenera fácilmente en polémica y luego en discusión o en altercado. En la mayor parte de los casos no se trata de buscar un acuerdo. Se sabe de antemano que ese acuerdo es imposible, porque entre los interlocutores no hay una simple diversidad de opiniones, sino, por decirlo así, una especie de contradicción vital.

    Algo parecido a lo que nos dice el padre Feijoo sobre las oposiciones irreducibles entre los escolásticos decadentes.

    Â«O todos, ó casi todos los que van a la Aula, ó á impugnar, ó á defender, llevan hecho propósito firme de no ceder jamás al contrario, por buenas razones que alegue. Esto se proponen, y esto executan.

    Há siglo y medio, que se controvierte en las Aulas con grande ardor, sobre la Física Predeterminación, y Ciencia Media. Y en este siglo y medio jamás sucedió, que algún Jesuita saliese de la Disputa resuelto á abrazar la Física Predeterminación, ó algun Thomista á abandonarla. Há quatro siglos, que lidian los Scotistas con los de las demás Escuelas, sobre el asumpto de la Distinción real formal. ¿Quándo sucedió, que movido de la fuerza de la razón el Scotista, desamparase la opinión afirmativa; ó el de la Escuela opuesta, la negativa? Lo proprio sucede en todas las demás qüestiones, que dividen Escuelas, y aun en las que no las dividen. Todos, ó casi todos ván resueltos á no confesar superioridad á la razon contraria. Todos, ó casi todos, al baxar de la Cathedra, mantienen la opinión que tenían, quando subieron á ella. ¿Pues qué verdad es esta, que dicen van á descubrir? Verdaderamente parece, que este es un modo de hablar puramente Theatral».

    De los excesos en las disputas verbales de los escolásticos hay, como es sabido, innumerables referencias, y el propio Feijoo nos ha dejado divertidas descripciones: «Hay quienes se encienden tanto —dice— aun quando se controviertan cosas de brevísimo momento, como si peligrase en el combate su honor, su vida y su conciencia. Hunden la aula a gritos, afligen todas sus junturas con violentas contorsiones, vomitan llamas por los ojos. Poco les falta para hacer pedazos Cathedra y barandilla con los furiosos golpes de pies y manos. Sin duda —añade— que en qualquiera Ciencia es violentísimo este modo de disputar; pero mucho más que en otras en la excelsa y serena Majestad de la Sagrada Theología».

    Que esta mala formación escolástica haya contribuido a envenenar y esterilizar intelectualmente a la sociedad española es, a mi juicio, cosa cierta, y es probable que aun hoy siga siendo una pesada rémora para nuestro desarrollo cultural y para el catolicismo español contemporáneo.

    A medida que el pensamiento filosófico y teológico español fue decayendo; a medida que nos faltaron los Vives, los Vitoria, los Suárez, los Juan de Santo Tomás y tantos otros, la escolástica fue estrechándose más y más y convirtiéndose en una visión angosta y anticuada de las cosas. Entretenidos los discutidores en bizantinas polémicas, no se dieron cuenta de lo que se les echaba encima ni vieron venir a los nuevos invasores del mundo moderno, que traían consigo una problemática nueva y seductora. Por eso Menéndez Pelayo ve la causa principal de la decadencia en la intolerancia de las escuelas, aunque tal vez ésta sea una consecuencia de aquélla, o ambos fenómenos vengan a ser conexos y, por decirlo así, correlativos.

    Claro está que el tal fenómeno no es exclusivamente español; pero, en nuestro caso, viene agravado por el dogmatismo característico de la raza, que se acusa, en multitud de detalles, en el comportamiento colectivo.

    El absolutismo típico de que venimos hablando no sólo conduce a veces a actitudes intolerantes, que nada tienen que ver con la intolerancia de la Iglesia, sino que además inclina al español a menospreciar las preocupaciones subjetivistas del mundo moderno.

    El católico español típico no siente, acaso con la misma intensidad que el resto de los europeos, las peculiaridades personales del problema de las relaciones entre la Razón y la Fe, las dimensiones profundas de la interioridad, las tragedias invisibles que plantea, por ejemplo, la objeción de conciencia. No es que ignore estas cosas; pero, en realidad, les concede escasa atención. Toda esa problemática le parece artificial e inauténtica.

    Este desprecio hacia los problemas de la subjetividad, en contraste con el interés que el mundo actual demuestra hacia esas cuestiones, hace parecer al español, a los ojos de muchos extranjeros, más intolerante y menos caritativo de lo que realmente es. A su vez, el choque con la mentalidad subjetivista y abundantemente teñida de psicologismo del católico europeo, le produce al católico español extraños e indescriptibles escalofríos.

    Por eso pienso que nunca se estimulará bastante entre nosotros el estudio de los problemas religiosos desde el punto de vista psicológico, el punto de vista de la subjetividad, de la conciencia personal, y que sólo de esta manera podrán superarse los inconvenientes que nos trae, en medio sin duda de diferentes ventajas, el hecho de vivir en una sociedad estructuralmente católica.

    Entre las dos tendencias extremas del catolicismo, el cristianismo hacia fuera y el cristianismo hacia dentro, yo pienso que el católico español actual está más expuesto a la extraversión que a la introversión. Más expuesto a ignorar los problemas de la interioridad que a prescindir de los signos externos de la fe. Más inclinado a desconocer la existencia de la Iglesia como ser invisible que como ser visible. Más propicio a concebir la religión como hábito social que como fuente interior de vida personal y original. Más dado a proclamar dogmas que a vivir densamente de los dogmas auténticos. Más preparado para aceptar el orden de los valores objetivos que el desorden de los valores subjetivos.

    Esto complica y dificulta, en particular, nuestras relaciones con los protestantes. La conciencia de los españoles está poco formada y escasamente sensibilizada a este respecto. El católico español medio piensa instintivamente, aun sin darse cuenta de ello, que los protestantes son sencillamente ateos, gentes sin religión y de moral muy incierta; así se explica que muchas personas (por otra parte no demasiado incultas) hayan mostrado una gran extrañeza al saber que en las ceremonias de la coronación de la reina de Inglaterra ha habido rezos y plegarias y otros actos rituales.

    El hecho católico se da de un modo tan natural en el seno de la sociedad española, o al menos en una parte importante de ella, que no se piensa siquiera que, en otros lugares o para otros hombres, el problema religioso pueda plantearse de manera distinta. En realidad, es posible que la mayoría de los españoles no lleguen a proponerse a sí mismos el problema religioso, la fe como tema personal, pues el hecho de ser católico les parece cosa tan natural como el hecho de respirar. La religión católica se recibe del medio juntamente con otros muchos componentes vitales, y el único problema que se plantea es el de cumplir o no cumplir con sus exigencias, es decir, el problema moral. Claro está que las gentes están convencidas de la superioridad de la religión católica sobre las otras confesiones; pero las más de las veces no por el estudio o el conocimiento de las verdades de la fe, sino porque así se lo enseñan y por simple conformismo social, de la misma manera, mutatis mutandis, que se aceptan tantos tópicos nacionales, como, por ejemplo, que los soldados españoles son los más valientes del mundo o que las mujeres españolas son las más bellas de la tierra.

    Que entre los protestantes pueda haber almas piadosas, delicadísimas, que vivan espiritualmente en muy altas moradas, verdaderos santos, es cosa que no le cabe en la cabeza al católico español medio, pues nunca se le ocurriría pensar en semejante cosa, partiendo de sus propios supuestos.

    Esto no ocurre así en los países en que reina el pluralismo religioso, como Alemania, Inglaterra, Holanda o Suiza, porque en ellos los católicos, en trato continuado con personas de otras creencias, se ven obligados a admirar la rectitud de conducta de muchas de ellas y a dialogar sobre temas de carácter religioso, cuando no a defenderse contra los ataques sobre el comportamiento de los católicos o sobre puntos concretos de doctrina o de historia eclesiástica. Todo esto exige conocer y estudiar su fe y las razones en que se apoya la actitud del creyente. Tarde o temprano, el católico llega allí a plantearse la gran cuestión: «Yo, ¿por qué soy católico?». Muchos se contentarán, claro está, con responder, sencillamente, «porque lo eran mis padres» o «porque es la religión que me ha tocado en suerte». Pero estos motivos son insuficientes e inadecuados, por lo cual los que piensen de esa manera no tardarán en perder su creencia y en caer en el indiferentismo. Esto explica por qué los católicos de otros países sienten más que los españoles la necesidad de defender su fe mediante el cultivo personal y el perfeccionamiento de su cultura religiosa y se interesan por los problemas teológicos en mucha mayor medida que las personas piadosas de aquí. Contrasta aquella curiosidad con la indiferencia que en España se observa hacia este género de cuestiones.

    Jaime Balmes, en su obra Sobre el catolicismo y el protestantismo, propone un ejemplo que hemos de tener en cuenta para aclarar estas ideas. Se trata de dos sacerdotes: «el uno que ha pasado su vida en el retiro rodeado de personas piadosas y no tratando sino con católicos», el otro que ha vivido en «diferentes países donde se hallan establecidas diversas religiones, y se ha visto precisado a conversar con hombres de distintas creencias, a vivir entre ellos y a sufrir el altar de una religión falsa levantado a poca distancia de la religión verdadera». «Ambos —dice— mirarán como un don de Dios la fe que recibieron y conservan»; pero su conducta será muy diferente, pues mientras el primero «se estremecerá, se indignará a las primeras palabras que oiga contra la fe o las ceremonias de la Iglesia», el segundo, «acostumbrado a oír semejantes, a ver contrariada su creencia, a discutir con hombres que la tenían diferente, se mantendrá sosegado y calmoso, entrando reposadamente en la cuestión si necesario fuese o esquivándola si así lo dictase la prudencia... Es que este último, con el trato, la experiencia, las contradicciones, ha llegado a poseer un conocimiento claro de la verdadera situación del mundo; se ha hecho cargo de la combinación de circunstancias que mantiene a muchos en el error; sabe, en cierto modo, colocarse en el lugar en que ellos se encuentran». Así viene a resultar «que el primero, con las mismas virtudes, y si se quiere con los mismos conocimientos que el segundo», no ha alcanzado «aquella penetración, aquella viveza, por decirlo así, con que un entendimiento claro, y además ejercitado con la práctica, entra en el espíritu de aquellos con quienes habla, y ve las razones, o los motivos, o las pasiones que los ciegan para que no lleguen al conocimiento de la verdad».

    Pues bien: ese «saber colocarse en el lugar del prójimo», ese «saber penetrar con el entendimiento en el espíritu de los demás», de que nos habla Balmes, debe cultivarlos muy esmeradamente en sus múltiples aspectos y facetas el católico español, precisamente porque ha de vivir, en general, en medios homogéneos, donde es raro el contacto y el diálogo normal con gentes de otras creencias y donde los automatismos colectivos pueden llegar a subsumir el hecho personal.

    Y advirtamos que nada de lo que estoy diciendo roza con la tesis católica sobre el Estado, que es, como todos sabemos, el punto de vista que la Jerarquía ha adoptado y mantiene como supuesto fundamental de sus relaciones con la sociedad española. No roza porque, seguramente, haría falta más caridad, más sensibilidad religiosa, más educación teológica para realizar, en toda su teórica grandeza, el plan de la tesis que para convivir en el de la hipótesis del mundo moderno.

    Cuanto más amplia y más profunda sea la real o supuesta «base creencial» del Estado; cuanto más elevada sea, o pretenda ser, la concepción de la vida ciudadana, tanto más altas virtudes requerirá para su perfecta realización.

    Desde el momento en que en la construcción del Estado se utilicen materiales tan delicados y, en cierto modo, tan frágiles como el sentimiento y la creencia religiosa, será preciso en los miembros de esta sociedad un sentido más auténtico de la trascendencia de los valores religiosos, de la legítima libertad de conciencia. El fundamento de la tesis católica está precisamente en una armónica y estrecha unión entre lo político y lo religioso, aunque sin llegar a confundirse nunca los respectivos órdenes.

    Ahora bien: en una sociedad organizada en perfecto y total acuerdo con dicha tesis católica, en la que la enseñanza, el Ejército, la Magistratura, etc., se asentasen sobre bases enteramente cristianas, es evidente que determinados funcionarios tendrían que manejar, en el ejercicio de su propia función profesional, valores religiosos o cuasi religiosos. Piénsese, por ejemplo, en el caso del maestro llamado a adoctrinar a los niños en las verdades de la fe; o en el del capitán de una compañía dando instrucciones, aunque sean puramente castrenses, sobre el cumplimiento pascual de sus soldados; o en el del magistrado afrontando, en representación de un Estado católico, casos matrimoniales en el que los intereses puramente temporales se interfieren con cuestiones espirituales.

    Se comprende que para realizar tareas de este género sin menoscabar la altísima dignidad de los valores puestos en ellas en juego hace falta una acusada sensibilidad religiosa, un tacto exquisito y un sentido personal de la tolerancia. Todo esto es necesario a fin de que el cumplimiento de las leyes, forzosamente frías e impersonales, pueda ser humanizado y llevado a la práctica en las condiciones que la Iglesia desea.

    De otro modo se producirían irreparables escándalos, deformaciones de conciencias, que, llevadas las cosas a su último extremo, podrían hacer deseable un régimen de mayor independencia entre lo religioso y lo político.

    Y no hablemos de la falta de sentido de la justicia y de ejemplaridad moral de los que están obligados por la razón de su cargo civil a conducir y dar ejemplo a los demás. Males éstos mucho más graves en el plano de la tesis que en el de la hipótesis moderna.

    Las exigencias que en este aspecto presenta una situación de tesis son, por tanto, más elevadas y más difíciles de satisfacer que las de una hipótesis de simple coexistencia cívica entre ciudadanos de distintas creencias o carentes de toda creencia religiosa.

    Es importante en este punto subrayar la observación de Balmes de que «las ideas y sentimientos religiosos han tenido en España, de mucho tiempo atrás, un carácter sumamente belicoso», lo cual se explica —dice él— perfectamente si se tiene en cuenta que, «por espacio de ocho siglos, la religión estuvo en lucha material con el islamismo»; que luego «el catolicismo de los españoles se halló durante mucho tiempo en actitud guerrera (pues) la España era el caballero armado que guardaba la puerta santa», y, en fin, que en la época napoleónica «se combinaron de tal modo las circunstancias que la guerra tenía a los ojos del pueblo español un carácter religioso».

    Â«De aquí ha resultado —prosigue Balmes— esa propensión a fiar el éxito de la causa a los trances de las armas, y a temer que la religión se hunda si los que la sostenían eran vencidos en el campo de la batalla».

    De todos modos, en contraposición a la fe, el encendido fervor y la perfecta sintonización teológica de los españoles de aquellos tiempos con los problemas de su tiempo, hoy nos encontramos, según dice Menéndez Pelayo, ante un «ateísmo práctico que alcanza a muchos que alardean de creyentes»; un «mero pensar relativo, con el cual se vive constantemente fuera de Dios, aunque se le confiese con los labios y se profane para fines mundanos la invocación de su santo nombre». Un síntoma de ello, por no citar otros, es el carácter de nuestra actual producción literaria, en la que el problema teológico sigue estando brillantemente ausente y el elemento religioso se reduce, a lo sumo, al aspecto folklórico o costumbrista. Literatura de la que pudiéramos decir, como Menéndez Pelayo lo decía —refiriéndose a la poesía lírica de Quintana—, que era atea no porque negase a Dios, sino porque Dios estaba ausente de ella.

    Cuando el Estado confesional persiste frente a situaciones de este género, es todavía más difícil de realizar, pues a falta de un clima cristiano adecuado se corre el riesgo de caer en lamentables y casi sacrílegas tergiversaciones de valores. De aquí el saludable consejo de Balmes que los católicos españoles no debieran nunca olvidar, para mantener plena su confianza en la solidez de su propia creencia: «Convénzanse de esto los hombres religiosos de España: no identifiquen la causa eterna con ninguna temporal, y cuando se presten a alguna alianza legítima y decorosa, sea siempre conservando aquella independencia que reclaman sus principios inmutables. Repetiremos aquí lo que ya hemos dicho otras veces. No es la política la que ha de salvar a la religión, la religión es quien ha de salvar a la política; el porvenir de la religión no depende del Gobierno, el porvenir del Gobierno depende de la religión; la sociedad no ha de regenerar a la religión, la religión es quien debe regenerar a la sociedad».

    Balmes recuerda frecuentemente que la verdadera influencia social no se ejerce por la fuerza, sino por el espíritu, y que no se debe «confiar demasiado en las medidas represivas y preventivas».

    Â«No por la fuerza —dice el filósofo vicense—, sino por el espíritu, se llegará a ejercer una influencia verdadera. La mano golpea, coacciona, aplasta; pero no convence. El amor hay que inspirarlo, no arrancarlo. Hay que actuar sobre el alma, sobre lo más alto que hay en el hombre; sólo entonces se llega a algo sólido y duradero. Todo lo demás no es sino violencia».

    Balmes propugna el empleo de lo que él llama las armas de nuestro siglo, la luz intelectual y la energía de los sentimientos morales: «Armas propias del hombre —dice—, cien veces preferibles a la fuerza material, que nacen de la ilustración del entendimiento, de la suavidad de costumbres, que revelan la conciencia de la dignidad humana, que triunfan tarde o temprano cuando se las emplea en defensa de la justicia y de la verdad». La necesaria intolerancia de las leyes y de los principios (necesaria digo porque toda ley, todo principio, todo Gobierno, lo es frente a algo o a alguien) debe ser paliada con la tolerancia personal y con la tolerancia comunitaria, fruto de la educación y del trato social. Hay que distinguir entre la tolerancia civil, legal o jurídica, y la tolerancia social, hábito o fenómeno sociológico, manifestación de un estado colectivo de ánimo, pacífico y conciliador. A esta segunda concepción se refiere Balmes cuando dice: «La tolerancia está en la sociedad, y ésta no se transforma con un decreto: la tolerancia está en las costumbres; no ha menester que le comuniquen vigor las proclamaciones de la ley».

    Balmes se felicita de que, en este sentido, la sociedad española haya hecho algunos progresos; pero esta afirmación podría ser hoy discutida, y lo sería seguramente por muchos, que piensan que en este aspecto nos encontramos en franco retroceso.

    Bajos las apariencias engañosas de una mayor blandura de costumbres, nuestra época es tal vez aquí, como en otras partes, una época de intolerancia radical. Intolerancia hipócrita, refinada e inteligente, en la que a veces se llega al sadismo. Una de esas épocas descreídas de la Historia de las que nos habla Ortega y Gasset, en las que «el hueco de la fe tiene que ser llenado con el gas del apasionamiento». Épocas «en las que se pregunta a todo el mundo si «es de los unos o de los otros», lo contrario de lo que pasa en las épocas creyentes».

    Acaso sea, pues, hoy más necesario que nunca predicar aquella tolerancia social que tanto se echa de menos en algunos momentos. Ella constituye, en todo caso, el lubrificante necesario para que una sociedad que quiere ser cristiana pueda avanzar sin choques ni conflictos interiores.

    La conducta de los españoles de nuestro tiempo a este respecto merecería la pena de ser analizada cuidadosamente. La necesidad de comprensión es grande. Tanta o mayor que en cualquier época pasada.

    Balmes decía en 1840: «Aquí hay todas las opiniones, todas las escuelas, hombres de todos los siglos: españoles que pertenecen al tiempo de Carlos II tropiezan frecuentemente con partidarios de la Convención. Y, no obstante, si ha de haber Gobierno, si ha de haber nación, es necesario arreglarlo todo, armonizarlo todo, ver cómo se puede conseguir que vivan en paz, sin chocarse y sin hacerse mil pedazos, enemigos tan violentos e irreconciliables».

    Previas las adaptaciones necesarias a la realidad de nuestro tiempo, estas mismas palabras, viejas ya de un siglo, serían válidas en 1953. Cualquiera podría repetirlas hoy sin temor a faltar a la verdad.

    Las divisiones son demasiado patentes, demasiado irreducibles para que nadie pueda negarlas, y ellas están esterilizando o matando en flor lo que pudo haber sido, y tal vez pueda ser aún, obra fecunda de pacificación de espíritus y de auténtica renovación cristiana. Y ¡qué decir de nuestras relaciones, de las relaciones de los católicos de Iglesia, con los otros, con los que, justa e injustamente, hemos arrojado a la acera de enfrente, con nuestras particulares excomuniones, sea a causa de sus ideas políticas o filosóficas, o su modo de entender la religión, o su empeño de no entenderla de ninguna manera!

    Culpa de muchas de estas desdichas la tiene la palabra; esta facilidad de expresión que caracteriza a los españoles y, en general, a los pueblos mediterráneos; este «flujo inentrañable de palabras», del que frecuentemente nos dejamos llevar con harta imprudencia, y que Menéndez Pelayo calificaba de «desastrosa fecundidad» y de «calamidad grande».

    Bien estaría a los españoles meditar aquellas consideraciones de su patrón Santiago sobre los pecados de la lengua —y correlativamente de la pluma—, en las que nos recuerda que «la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad», que «contamina todo el cuerpo e, inflamada por el infierno, inflama a su vez toda nuestra vida».

    Porque nuestra libertad de lenguaje no se entiende tanto a la manera de aquellos maestros de otros siglos, «gente que nunca pensó imponer yugo ni soberanía intelectual, ni quiso que a sus palabras se diese más autoridad que la que le prestan la razón y la experiencia —como dice Menéndez Pelayo—, sino más bien como intento de avasallar al adversario, cuando no de zaherirle (con ese arte tan nuestro, que consiste en cargar de agresividad los más inofensivos vocablos, enriqueciendo así nuestro Diccionario de improperios, que es ya, según parece, uno de los mejor provistos de Europa)». Ortega y Gasset ha analizado, en su teoría del improperio, este fenómeno tan especial, en virtud del cual determinados vocablos, como, por ejemplo, «liberal», «clerical», «kantiano», etcétera, han sido arrancados de sus propias órbitas semánticas para ser utilizados como armas de combate contra el enemigo político e intelectual sin discriminación ni escrúpulo alguno.

    Una gran dosis de odio se concentra en ciertos términos que, como los de burgués, antiespañol, integrista, mariteniano, separatista o fascista, hemos visto frecuentemente empleados en sentido fuertemente peyorativo, con notoria ligereza y grave detrimento de la justicia. Pero esto, que ya en el terreno civil es lamentable, lo es mucho más en el dominio religioso. El uso de las menciones de impostor, herético, incrédulo, blasfemo, clerófobo, cínico, etcétera, tan hirientes y tan difíciles de matizar, es, sin duda, en el mejor de los casos, una equivocación, pues más que edificar escandaliza y hace perder la confianza en la ecuanimidad de los que de esta suerte se expresan. En su polémica con Menéndez Pelayo, el padre Fonseca califica al ilustre polígrafo de torpe, impostor, calumniador, perturbado... hasta el punto de que don Marcelino exclama, dolorido, «¿Qué guarda el padre Fonseca para el señor Salmerón si esto hace con los católicos?».

    Sin duda, en estos casos no se trata tanto de mortificar o escarnecer al adversario como de impresionar al auditorio para que se aparte de aquel cuyas doctrinas se juzgan peligrosas.

    Pero es dudoso que esa táctica pueda dar resultado, sobre todo dado el modo de vivir actual. Sería tal vez mejor evitar los calificativos con los que, a veces, se pretende caracterizar a una persona de un golpe, en un solo trazo, y tratar de matizar cuanto fuese posible, dentro de la más exquisita caridad y espíritu de justicia. Tampoco hemos de creer que éste sea un vicio exclusivamente español. «El tratarse recíprocamente de locos, asnos, ebrios, licenciosos, ministros de Satanás, demonios, incendiarios y otros excesos, era cosa común y corriente en las disputas que los humanistas trababan, siquiera versaren sobre la más insignificante cuestión gramatical». Cuenta Feijoo que dos insignes profesores, reputados por su sabiduría en toda Italia, y autores uno y otro de muy estimables escritos, llegaron a la indignidad de apedrearse públicamente. «¡Monstruoso desorden en unos hombres sabios!», comenta el bueno de Feijoo... Y nada digamos de las controversias entre católicos y protestantes, que aunque se sostuviesen entre hombres doctos, juiciosos y moderados, alcanzaron en la época de la Reforma un carácter personal y virulento. Los polemistas se aplicaban mutuamente desde los púlpitos y tribunas los más duros e injustos denuestos, y todo esto no pudo menos de contribuir a exaltar las pasiones populares y dar lugar a toda clase de excesos y violencias.

    De esta combatividad de mal cuño queda aún mucho, por desgracia, y nada se saldría perdiendo si se tratase de eliminarla.

    La formación de grupos, sectas o iglesias, dentro de la Iglesia, es un fenómeno histórico bien conocido. Desde los primeros siglos han existido cismáticos interiores que han sembrado la división entre los fieles, aislándose y rehuyendo el contacto con los demás, considerados como tibios, con la pretensión de practicar una moral más pura (puritanismo) o con la de profesar una ortodoxia más rígida, mediante la adscripción a la fe de dogmas suplementarios (integrismo religioso).

    Esta última denominación no es, por cierto, muy indicada, pues el deseo de defender la «integridad» de la fe contra las posibles desviaciones y deformaciones es un deseo legítimo, noble y digno de alabanza, sobre todo cuando se manifiesta en personas que tienen a su cargo la dirección intelectual y espiritual de otras almas. Lo que sí es reprobable es la tendencia a acusar a los demás de herejes, creyendo ver heterodoxos y rebeldes por todas partes, o fabricándolos, si a mano viene, mediante particulares excomuniones; a coartar la libertad de los otros y a limitarles su campo de pensamiento y de acción en nombre de una pretendida prudencia, allí donde la misma jerarquía de la Iglesia no lo haya hecho como debe y sabe hacerlo siempre que lo estima necesario.

    El cardenal Newman, que tanto tuvo que sufrir a este respecto, decía, refiriéndose a tal género de opositores: «Erigen una iglesia dentro de la Iglesia...., convirtiendo en dogma sus puntos de vista particulares. Yo no me defiendo contra esas opiniones, sino contra lo que debo llamar su espíritu cismático».

    Nunca han faltado circuncidadores en la Iglesia, como aquellos de que nos habla San Pablo: «Falsos hermanos que secretamente se entremetían para coaccionar la libertad que tenemos en Cristo y querían reducirnos a servidumbre».

    En España, uno de los hombres que más ha defendido la legítima libertad de opinión, o de pensamiento, ha sido Menéndez Pelayo: «La libertad —dice él— que tengo y deseo conservar íntegra en todas las materias opinables de ciencia y arte, al modo de aquellos españoles de otros tiempos, cuyas huellas, aunque de lejos y longo intervallo procuro seguir, no cautivando mi entendimiento sino en las cosas que son de fe».

    Menéndez Pelayo fue el hombre menos aficionado a levantar caza de herejes allí donde la autoridad eclesiástica no lo hiciese. Excelente es el ejemplo que él da en su comentario sobre Galdós cuando, recordando una página escrita en su juventud y poco benévola para el autor de los Episodios Nacionales, puntualiza su posición de la siguiente discreta manera: «Aquello no es mi juicio literario sobre Gloria, sino la reprobación de su tendencia. De su tendencia, digo, y no puede extenderse a más la censura, porque no habiendo hablado la única autoridad que exige acatamiento en este punto, a nadie es lícito, sin nota de temerario u otra más grave, penetrar en la conciencia ajena, ni menos formular anatemas que pueden dilacerar impíamente las fibras más delicadas del alma. Una novela no es obra dogmática ni ha de ser juzgada con el mismo rigor que un tratado de Teología».

    Y en su polémica con el padre Fonseca protesta porque éste pretenda taparle la boca con la Encíclica sobre el tomismo, extendiéndola a una cuestión sobre «la que no ha recaído ni es de esperar recaiga» —dice— definición dogmática alguna, «dando a entender al vulgo ignorante que anda a dos pasos de la herejía el que se permite diferir de tal o cual opinión peripatética».

    Â«El nombre odioso de Herege, quando tan fuera de propósito se toma por pretexto para hacer aborrecible la cita de algún Autor, que lo fue, es un coco, de que artificiosamente usan algunos para amedrentar á los parvulos de la República literaria, quando la cita los incomoda», afirma el padre Feijoo.

    Y agrega: «Sí, Reverendísimos míos: he hablado con aprecio de este Autor Herege, y le elogiaré siempre que se ofrezca; pero conteniéndome siempre, como hasta ahora hice, dentro de los límites permitidos. El Santo y Supremo Tribunal de la Inquisición de España en las advertencias, que pone después del mandato á los Impresores, por regla expresa permite en el numero 5 dár a los Hereges elogios, y epitetos honoríficos, que no sean absolutos, ni universales, sino limitados á particulares Ciencias, y materias... como llamar á Bucanano elegante Poeta; á Enrico Estefano doctisimo; á Tycho Brahe excelente Mathematico, ó Astronomo, que son dones, y excelencias que Dios suele comunicar aun á los que están fuera de su Iglesia.

    Yo, pues, he elogiado por Filosofo, y como Filosofo á Bacon. ¿Qué hay en esto contra la Santa Madre Iglesia? La Filosofía Natural, ni aun la Moral, está, ni estuvo nunca estancada en la verdadera Religión. ¿El ser Gentil le quitó á Aristoteles escribir bien de la primera, y aun mejor de la segunda? ¿Está tan identificada en un Herege la Heregía con la Filosofía, que no se pueda elogiar esta, y abominar aquella? Eso parece que quieren dár á entender los Apologistas: porque si no, ¿á que proposito es recalcarse tanto en la Heregia de Bacon, que nunca le nombran sin clavarle el execrable epíteto de Herege? ¿No bastaba decirlo una vez? Aun esa sobraba; porque para la qüestion, en que estamos, nada hace al caso la Heregía».

    Contrariamente a la estrechez y al negativismo que caracterizan al espíritu sectario, el cristiano debe tratar de rescatar todo lo bueno y verdadero que, estén donde estén, siempre pertenecen a Cristo. «Dexese —dice Feijoo— á la gente ruda esa vulgar cantilena de despreciar quanto hay en los Hereges, solo porque lo son. Lo bueno se puede apreciar en qualquiera parte que esté. Nadie desprecia un diamante por hallarle entre inmundicias. Los Hereges, por serlo, no dexan de ser hombres. Ni Dios repartió las almas con una providencia tal, que todos los grandes ingenios huviesen de caer precisamente dentro de su Iglesia. Como dexó las de Aristoteles, Platón, y Tulio entre los Gentiles, pudo dexar otros ingenios iguales entre los Hereges».

    Este mundo es un reino compartido, en el que el trigo y la cizaña aparecen mezclados por todas partes. Tan pronto nos partamos del Sancta Sanctorum, nada hay puro y sin mancha. El pecado todo lo corrompe y lo deforma, y, como ya hemos visto, penetra hasta en el propio dominio eclesiástico; pero la acción propia del cristiano, movido por la Gracia, debe consistir precisamente en luchar contra la confusión, tratando de libar en todas las cosas el bien y la verdad, de reunir visiblemente las partículas dispersas del reino de Cristo y de edificar su ciudad, aun a conciencia de que sólo al final de los tiempos se consumará esta obra de integración universal. Las ideas de Unamuno sobre la tolerancia no son, en muchos puntos, ideas ortodoxas. El cristiano no puede, por ejemplo, admitir que la tolerancia nazca de la «comprensión de la relatividad de todo conocimiento y de toda gnosis y creencia», ni que esa «relatividad de todo conocimiento sea la base de toda profunda tolerancia». Es justamente lo contrario: el cristiano se hace tolerante al reconocer la presencia de Dios en todas partes, aun en el alma del pecador más empecatado.

    El puro mal nunca podría ser tolerado. La tolerancia cristiana está siempre al servicio del bien y de la verdad; no es sólo un expediente para salir del paso, sino una actitud fundamental asentada en nuestra creencia.

    El propio Unamuno dice, en otros pasajes, cosas excelentes sobre la tolerancia, y así ocurre, a mi juicio, cuando afirma que «no sólo tolera el débil y el escéptico, sino el que, en fuerza de vigor, penetra en otros y en el fondo de verdad que yace en toda doctrina, puesto que hay junto a la tolerancia por exclusión otra por absorción». Esta tolerancia por absorción, que no se funda en el escepticismo ni en la debilidad, sino en la fuerza de expansión y de penetración de la verdad, la cual tiende a asimilarse toda verdad parcial, es, a mi juicio, la genuina tolerancia católica. Esta es la tolerancia de los fuertes, la «tolerancia insigne», de que nos habla Menéndez Pelayo, propia de una mente hospitalaria y trazo indefectible, por otra parte, del erudito cristiano.

    Sin duda, es mucho más fácil, como decía don Marcelino, «destrozarse dentro de casa con las necias disputas del catolicismo liberal y otras análogas, que buscar a los adversarios en el terreno en que ellos están», sobre todo si se trata de aprender y reconocerles su parte de verdad y aun de tejer con sus propios hilos, en la medida en que esto sea posible.

    Lo contrario conduce a un negativismo estéril, que hace infecundas las mentes y acaba por arruinar el edificio religioso y cultural de un pueblo.

    Existe una táctica apostólica, consistente en minimizar los méritos de los autores opuestos a la Iglesia o silenciarlos con el fin de evitar que lectores sin suficiente preparación puedan ser atraídos y escandalizados por su lectura. En una obra de crítica moral, hoy en día ya anticuada, se razona esta actitud de la siguiente manera: «Si se nos pregunta por qué no alabamos las galas literarias de novelistas impíos ó inmorales, responderemos, entre otras cosas, que nos callamos, porque, si tal hiciéramos, iríamos contra el fin apostólico que nos hemos propuesto; y no servirían semejantes alabanzas sino para causar daño en nuestros lectores. Pues si decimos de los autores malos que son sumamente artísticos y literarios, de un interés irresistible, los unos leerán las novelas malas, so color de literatura, y los otros, que no tienen conciencia y van en busca de entretenimientos, se tirarán al manjar venenoso que alabamos, riéndose de nuestros anatemas».

    Sin duda, este modo de proceder puede ser útil en determinados ambientes y con cierta clase de personas; pero, en general, yo me atrevería a dudar de su eficacia en el mundo actual, en el que la circulación de ideas ha alcanzado un volumen y una fluidez extraordinarios en todos los medios sociales.

    Sería tal vez preferible preparar a los católicos para la lucha en frente abierto que acostumbrarles a una actitud siempre defensiva y encogida tras los parapetos de una falsa seguridad.

    La obsesión del pecado puede llegar a constituir un morbo capaz de inutilizar las más favorables disposiciones morales. Tan mala como una tolerancia exagerada, que desvanezca en las conciencias el sentido del pecado, puede resultar una intolerancia puritana e hipersensible, que pretenda descubrir tentaciones y pecados por todas partes.

    De la misma manera que una higiene demasiado artificial y excesivamente proteccionista acaba por anular los reflejos defensivos del organismo, dejándolo expuesto a toda suerte de accidentes, una educación exageradamente defensiva podría resultar contraproducente.

    Muchos se condenaron por confiados, muchos también por desconfiados. Muchos por haber dilapidado los talentos que les habían sido dados. Muchos también por haberlos enterrado de miedo a perderlos.

    Hablando en términos generales y forzosamente imprecisos, yo pienso que entre los católicos practicantes españoles abundan más los segundos que los primeros, y creo que la intolerancia timorata, de los que tienen de la vida espiritual una concepción enladrillada de escrúpulos y de vade retros, es causa de la esterilidad y de la ineficacia de muchas de nuestras empresas católicas.

    Unamuno llama rumiantes a ciertos «hombres que se pasan la vida rumiando la miseria humana, preocupados de no caer en tal o cual abismo». Hay quien, aun siendo persona culta y de voluntad enteramente sumisa a la Iglesia, apenas se atreve a opinar, ni a pensar, ni a hacer nada por cuenta propia, temiendo incurrir en herejía. Tal vez fuese mejor que se expusiera a cometer o a decir alguna ligereza, de la que siempre habría tiempo de retractarse humildemente, que a convertirse en uno de esos rumiantes, improductivos y parasitarios.

    Feijoo califica de «impugnadores» y de «autorcillos» a ciertos «autores al baratillo, que no dan a luz otros escritos que impugnaciones o censuras», gentes que se caracterizan por su incapacidad para construir nada por cuenta propia y que sólo valen para destruir lo que construyen los demás.

    La tolerancia constructiva, la tolerancia de absorción, que no hay por qué confundir con el falso irenismo, se echa bastante de menos en España. Puede ser que en otros países el peligro sea el contrario; que en ellos la abertura sea en algunos casos excesiva e imprudente. Pero es un error muy común el de hablar de los peligros del vecino sin querer mentar nunca los propios.

 

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