Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El problema de la sinceridad religiosa

 

Ya, 1954-04-26

 

      Tras las emociones religiosas de la Semana Santa, volvemos ahora a la vida ordinaria. La ocasión nos invita a repensar el tema, tan traído y llevado hoy, de la sinceridad religiosa.

      Algunos se preguntan, en efecto, si las procesiones y demás manifestaciones religiosas tradicionales, como las que estos últimos días han tenido lugar en nuestras calles, son un índice de auténtica religiosidad o hay que considerarlas tan sólo como una piadosa herencia, de indiscutible contenido estético y folklórico, pero de escaso valor para conocer la verdad de nuestra situación religiosa.

      Ignorar la influencia que tales manifestaciones ejercen en el alma popular y la saludable tensión religiosa que pueden producir en muchos espíritus, sería equivocado e injusto. Pero tampoco sería acertado fundar muchas esperanzas e ilusiones en esa piedad externa, y, por decirlo así, circunstancial, allí donde no vaya acompañada de una cultura religiosa suficiente y, sobre todo, de una sólida creencia, sinceramente vivida en todos los órdenes de la actividad humana.

      Con más motivo que cualquier otro, el tema de la sinceridad debe ser tratado sinceramente. Por desgracia no siempre ocurre así: dejándonos llevar de nuestras particulares opiniones o de nuestros prejuicios, nos resistimos a menudo a enfrentarnos con el enorme tema de nuestra propia sinceridad personal. Habría que analizar en último extremo de dónde nacen bastantes inquietudes que hoy se agitan o en qué perezosos y bien acomodados subsuelos se asientan algunas de nuestras equívocas quietudes.

      A mi ver, el tema de la sinceridad se presta a una reflexión que puede ser fecunda. La sinceridad y la insinceridad comienzan dentro de uno mismo. Uno puede tratar de ocultar a su propia conciencia, es decir, al yo profundo y personal que somos, otros estratos vitales, altos o bajos, exteriores o interiores del propio ser; pero esta autoocultación producirá siempre graves consecuencias psicológicas y morales.

      Otro tanto ocurre en el plano de la conciencia colectiva.

      Cuando no se empieza por ser sincero consigo mismo resulta difícil o imposible ser sincero con los demás.

      La sinceridad social exige la subordinación de la palabra al pensamiento, del gesto a la creencia, del rito a la vida interior. Junto a la sinceridad hay que considerar la consecuencia, el ser consecuente: la adecuación de la conducta a los principios, de la fe vivida a la fe profesada.

      El deseo de ser socialmente sincero, de no engañar a los otros, de no verme embarcado en una sucesión de gestos automáticos, carentes de significado real, puede conducirme —a mí, a cada hombre concreto— a una reflexión íntima, reveladora de aspectos sorprendentes de mí mismo y que tal vez pueda llegar a ser el punto de partida de una genuina renovación espiritual.

      La sinceridad personal y la sinceridad social están, pues, misteriosamente implicadas y se entrelazan por mutuas y misteriosas acciones reflejas.

      En nuestro tiempo esto tiene mucha importancia, porque el mundo actual padece una triple crisis de insinceridad intelectual, política y religiosa.

      El intelectual de hoy cree poco —apenas cree— en el valor de sus ideas; pero sigue hablando de ellas porque, naturalmente, éste es para él el único tema posible de conversación. El político no está demasiado seguro de la eficacia de su acción para un futuro mediato, pero no le queda más remedio que propugnarla como la única posible. El hombre religioso, en fin, o el que pretende serlo, se limita casi siempre a una adhesión puramente externa a prácticas exteriores que difícilmente podría explicar de una manera razonable si se le pidiese cuenta de ellas. Pero nótese bien que todo esto ocurre en la medida en que el mundo se va paganizando, es decir, se va descristianizando o, si se quiere, también en la medida en que no ha sido aún enteramente cristianizado.

      El cristianismo lleva consigo una exigencia de sinceridad que las religiones paganas nunca pudieron plantear al hombre, precisamente porque apenas tenían nada que ver con el yo profundo, sino solamente con el yo social, el aspecto más exterior y más fácilmente comunicable de nuestra personalidad. Aquellas religiones se contentaban con exigir el acto ritual, la palabra, la sumisión exterior, porque no podían hacer otra cosa. En el fondo, ignoraban por completo la interioridad: el pensamiento, la conciencia, no estaban al alcance de sus preceptos.

      Por grande que fuese la emoción despertada en los espectadores por las espléndidas procesiones del culto helénico, como, por ejemplo, aquellas famosas de las Panateneas, esculpidas por Fidias en los frisos del Partenón, sólo llegaban a agitar planos muy inferiores de la conciencia personal.

      La noción cristiana, la santidad, era por completo ignorada por el mundo grecorromano, y el reciente estudio de Bardy sobre «La conversión al cristianismo en los primeros siglos» arroja una extraordinaria claridad sobre este punto.

      En realidad, el filósofo iba mucho más lejos y cavaba mucho más profundamente que el sacerdote. Esto explica algunas acusaciones formuladas contra Sócrates por sus denunciantes, porque la religión social se sentía fuertemente atacada por cualquier pretensión sincera de interiorización.

      Hay que llegar hasta los tiempos de Juliano el Apóstata —a quien el cristianismo había revelado algo de la profundidad del hombre interior— para encontrar un intento de adaptación de la santidad cristiana al pensamiento pagano.

      Como otras muchas herejías históricas, el comunismo y los demás totalitarismos han aprendido también del cristianismo la necesidad de adueñarse de la conciencia humana; pero mientras éste había enseñado al hombre a descubrirse a sí mismo en su diálogo con Dios —es decir, que el hombre encuentra verdaderamente su propio ser al encontrar a Dios dentro de sí—, aquellas modernas herejías tratan de apoderarse de la totalidad humana para sacrificarla a sus ídolos. En esto radica la esencia de los totalitarismos, y por eso el cristianismo es incompatible con ellos.

      Que entre nosotros se viva un cristianismo venido a menos, un cristianismo paganizado, casi enteramente formalista, es cosa de la que no me cabe la menor duda, pues de lo contrario ciertos hechos no tendrían explicación. Pero conocer con exactitud el alcance del mal y ver, sobre todo, cómo puede ponérsele remedio, es harina de otro costal. Sólo un sincero afán de sinceridad podría vencer las dificultades que presenta esta tarea.

      Estoy completamente de acuerdo con el reverendo padre Llanos cuando, oponiéndose a un mismo tiempo a preteristas y futuristas, levantaba hace unos días bandera en favor de la autenticidad.

 

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