Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Pentecostés

 

El Diario Vasco, 1956-05-20

 

«Todos fueron henchidos del Espíritu y empezaron a hablar». — (Actas).

 

      PENTECOSTÉS es la Pascua de la comunicación. El don de lenguas es algo más importante, más profundo y significativo que un poliglotismo mágico. El hombre de hoy siente una necesidad apremiante de comunicación, quizás porque vive más incomunicado que el de ningún otro tiempo. Pese a las apariencias, la civilización occidental ha avanzado poco en este orden de cosas. El hecho de que se hayan multiplicado los llamados «medios de comunicación» no significa que la comunicación real entre los espíritus se haya perfeccionado ni haya aumentado en nuestra época.

      Se puede viajar por todo el mundo, estar rodeado de personas, sumergirse en la mundaneidad, tratar con mucha gente de negocios, de religión o de política, y hallarse sin embargo privado de comunicación, encontrarse en la más rigurosa soledad. Esta es, quizá, la tragedia característica del hombre contemporáneo que conduce inevitablemente a la desesperación.

      Por eso, el tema de la soledad ha sido puesto de relieve por el existencialismo y es uno de sus motivos típicos o fundamentales.

      Heidegger y Sartre exageran la idea de la soledad: para ellos, la incomunicabilidad del sujeto es esencial y, por tanto, absoluta e insuperable. Cada conciencia sería como una divinidad aprisionada en una cámara sin ventanas. En el extremo opuesto se encuentran los fáciles, los «sociables», los que se hacen la ilusión de poder exteriorizarse y vivir siempre en compañía de los demás. Pero éstos también se equivocan. Hay en el solipsismo una parte de razón: la mayoría de los humanos se hallan frente a los otros, mucho más solos de lo que realmente se figuran, y esto hace más necesario su misterioso pero real diálogo con Dios.

      Nuestro principal instrumento de comunicación es el lenguaje. El lenguaje es esencialmente objetivizante; es decir, sólo puede expresar lo que encaja en conceptos y categorías conocidas, lo que ya está «desintimizado». Sirve para intercambiar ideas, conceptos y explicaciones raciocinantes, para hablar de leyes, de numismática o de ornitología; pero su pobreza y su insuficiencia se revelan cuando se trata de emplearlo para manifestar los estados íntimos de conciencia o para comunicar a los demás el extraño monólogo interior de cada alma. Los enamorados sienten, por eso, como si su amor se desvaneciese o se pulverizara al ser traducido en voces, como si perdiera completamente intimidad al entrar en contacto con la atmósfera exterior.

      Los poetas utilizan el lenguaje transfigurándolo. Los vocablos cobran en sus labios un sentido fáustico y un enorme poder de evocación, mediante el cual intentan reproducir en los espíritus los mismos estados de conciencia por ellos vividos. Pero el mensaje del poeta queda en su mayor parte encerrado en su corazón, incapaz de epifanía, porque sólo Dios lee en las entrañas de los hombres.

      La música es, quizás, el único medio de expresar lo inefable, lo que no puede ser traducido en formas ni en vocablos; pero ella misma deja intacto un mundo de realidades íntimas que se resisten a la exteriorización. El compositor y el intérprete, por muy geniales que sean, saben siempre de estos fracasos: su música está siempre infinitamente por debajo de sus secretas vivencias.

      Hay un lenguaje extraordinariamente rico y difundido, en el que apenas reparamos, y es el gesto. Del gesto usamos constantemente para entendernos. Un gesto es más expresivo y parlante que un montón de frases. Nada más elocuente, quizás, que un gesto —un gesto de angustia, por ejemplo, en su inmenso laconismo— para decirnos lo que está ocurriendo en un mundo subjetivo.

      Por eso la liturgia emplea, junto a la poesía, a la música y a la imagen, el ademán y el gesto como medios descriptivos y reveladores. El rito religioso es, quizás, el mayor y más elevado esfuerzo humano para establecer la comunicación entre las almas. Pero él mismo demuestra nuestra impotencia y nuestra insuficiencia. Hay siempre en toda palabra y en toda actitud humanas «un no sé qué que queda balbuciendo», como dijera San Juan de la Cruz.

      La realidad de la comunicación sólo llega a su perfección en la mística y en el amor de caridad.

      Pentecostés es eso: el don de lenguas, la fusión de las almas, el espíritu poniendo en contacto a los hombres.

 

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