Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El hombre medio

 

El Diario Vasco, 1956-10-21

 

«Es estúpido decir que la mayoría de la gente es estúpida». (CHESTERTON).

 

    Suele hablarse con frecuencia del «hombre medio», el «español medio», el «francés medio», atribuyéndoles determinadas cualidades y fundando toda suerte de previsiones y de cálculos sobre su modo de ser y de proceder.

    Cabe preguntarse acerca de esta categoría del ser: el ser del «hombre medio». ¿Qué es, en definitiva, el hombre medio?

    Empecemos por decir que el hombre medio no existe. Nadie es «hombre medio». Nadie puede serlo ni lo será jamás. Se trata de un simple ente de razón, un producto de la abstracción, incapaz de existencia, como lo son el punto geométrico y la línea recta. Puestos a definir al hombre medio, diríamos que es un ser estadístico al que se atribuye un comportamiento humano que responde exactamente a las medias sociológicas y a los índices más frecuentes de una colectividad humana determinada.

    Tiene justamente las dimensiones tipo, atribuibles al grupo humano al que pertenece. No es, por tanto, ni más alto ni más bajo, ni más gordo ni más flaco, más pálido o más rubicundo que el común de sus prójimos.

    No tiene gustos especiales, no se singulariza ni descuella en nada. Si es estúpido, no lo es excesivamente en relación con los demás. Se deja conformar perfectamente por el medio en que vive. Es, pues, un conformista esencial.

    Carece de instintos propios: sus pasiones se dosifican de acuerdo con los índices sociológicos medios, en perfecto equilibrio con las costumbres del conjunto de sus congéneres. No da que hablar. No comete delitos visibles ni crímenes importantes. Asiste regularmente a los espectáculos. Lee el periódico 4,27 días por semana, es decir, 61 veces cada cien días. Se le encuentra siempre mezclado con las muchedumbres, allí donde haya masas. Es un ser multitudinario.

    No habla sino tópicos y lugares comunes. Es un hombre bastante ordenado, aunque no en exceso, por aquello de «nihil nimis», «de nada demasiado». No es demasiado malo ni demasiado bueno. No es héroe ni traidor. No es santo ni apóstata. No es hereje, a menos que no lo sean la mayoría de sus conciudadanos.

    No acostumbra a asesinar a su mujer, ni suele dejar a sus niños abandonados en la calle las noches de nieve más que 0,0034 días cada diez años. Se emborracha 0,09 días por semana y, en algunos países, va a misa 0,65 días por semana. No estafa al fisco más que el 76 por 100 de los impuestos legales. Es el tipo acabado del hombre masa.

    Aunque no existe, es un hombre muy importante porque todo se hace en la sociedad en atención a sus gustos y a sus necesidades: los transportes, las horas de los espectáculos, los servicios públicos, el comercio, la propaganda... Todas estas y otras muchas cosas son, en efecto, concebidas y calculadas en función del hombre medio.

    Del hombre medio puede pensarse muy diversamente: lo mismo cabe considerarle como un individuo muy juicioso y cabal, un hombre sensato, «que no da guerra», como un imbécil, un completo idiota, carente de toda personalidad. Yo me inclino de preferencia por esta segunda hipótesis.

    Afortunadamente, el hombre medio no existe. Sería horrible ser hombre medio. Se moriría uno de hastío y de asco de sí mismo.

    Pero sí existen, por desgracia, muchos, muchísimos hombres, que adoptan como modelo la vida del hombre medio. Son los «vicentes» que van, o procurar ir, donde van las gentes. Cuando un pueblo adopta como ejemplo y modelo al hombre medio, ese pueblo está históricamente perdido.

    Podrá mi opinión parecer aventurada, pero yo pienso que, si para que haya héroes y santos, tienen que existir traidores y demonios, «oportet haeresses esse». Mejor es que los haya.

 

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