Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

¿Cuánto tengo yo que dar?

 

El Diario Vasco, 1957-07-14

 

      Â«Domingo, 14 de julio: Día de Caridad».

      El profesor Jacques Leclercq es una figura de pensador cristiano de las más interesantes y auténticas de nuestros días. Acaba de escribir una pequeña obra —de la que seguramente se ha de hablar mucho— acerca de la actitud del cristiano ante el dinero y ante todo lo que el dinero representa y lleva consigo.

      Las consideraciones de Leclercq en torno al derecho de propiedad, al comunismo cristiano y a la práctica evangélica de la pobreza, ponen el dedo en la llaga de nuestro «occidente cristiano».

      Es indudable que el marxismo no plantearía actualmente ningún problema si los cristianos hubiesen comprendido y aplicado la doctrina de Cristo sobre el uso de las riquezas.

      Pero en verdad, estamos muy lejos de eso. La idea de que el dinero es una cosa altamente deseable y apetecible, parece haberse adueñado de la inmensa mayor parte de los cristianos —ricos y pobres, seglares y eclesiásticos— y se ha convertido casi en tópico o lugar común.

      Â¿Hasta qué punto esta traición colectiva a los criterios evangélicos no estará emponzoñando y subvirtiendo al mundo cristiano, hasta llevarlo a su ruina como forma de civilización? Es cosa que sólo la Historia futura podrá decidir.

      Â«La devoción al pobre —dice Leclercq— era una de las grandes devociones tradicionales del pueblo cristiano; pero hoy se ha perdido casi completamente».

      En otros tiempos era costumbre invitar a casa a los pordioseros, convidarles a comer y conversar con ellos. Al pobre, al enfermo, al prisionero, al perseguido, se le profesaba una especie de culto inspirado en el pensamiento puramente religioso —y perfectamente correcto desde el punto de vista dogmático— de que todo el que sufre representa a Jesucristo y que cuanto se haga en favor suyo se le hace también a El.

      Al dejar de ser cristianos nos hemos hecho duros y calculadores, y la compasión no encuentra resquicio en nosotros.

      Hasta la caridad se ha hecho egoísta —que es como decir que ha dejado de ser auténtica—. «¿Cuánto tengo yo que dar?», es la pregunta que aflora en muchos labios devotos. Y lo único que quizás se busca al formularla es el modo de acallar la propia conciencia para poder entregarse luego con mayor holgura al goce de la vida.

      Pero la caridad bien entendida es donación de sí y en este sentido no tiene medida ni tasa. El hombre necesita darse para encontrarse a sí mismo.

      Â«Quien pierda su vida la ganará». Profunda verdad que todos podemos experimentar en nuestra propia existencia y que encierra la enorme paradoja de la felicidad.

      El hombre de hoy no quiere entenderla; prefiere amasar seguridad, comodidad y abundancia que entregar a los demás el más pequeño retazo de su vida.

      Por eso la paz no florece en los espíritus y la intranquilidad es el signo de nuestro tiempo.

      Tienen en gran parte razón los que piensan que la riqueza es un instrumento de felicidad. Lo es, en efecto, a condición de querer y saber repartirla y emplearla para hacer dichoso a los demás, para darles el bienestar, la comida, la higiene y la educación de que carecen.

      En un día como hoy —Día de la Caridad, es decir, día en que se nos recuerda a todos más especialmente el mandato evangélico del amor— sería bueno que nos mostrásemos ampliamente generosos y no anduviéramos buscando casuistas complacientes y «baratos» para plantearles la consabida cuestión: «¿Cuánto tengo yo que dar... para poder dormir tranquilo y hacer bien la digestión?».

 

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