Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Rito

 

El Diario Vasco, 1957-08-25

 

      Eugeni d'Ors tenía, según dice en uno de sus ensayos, la costumbre —un poco peregrina y original, como tantas otras de las suyas— de hacer todos los años en la noche del año viejo un sacrificio ritual. Una página, apenas salida de su pluma académica, una página bien repleta de ideas, fruto quizás de reflexiones y de ensueños nocturnos, era condenada al fuego, inmolada en holocausto de la Divinidad.

      Una breve y huidiza llama se enciende; el humo se escapa llevándose, como robadas, al infinito del olvido, las esencias del texto. Queda aún una voluta negra y frágil, de residuos incombustibles, que conserva por un instante la forma misma del papel y hasta los trazos legibles de lo escrito, pero que no tarda en metamorfosearse en esa ceniza gris con que se reintegra al mundo mineral y al supremo poder del polvo cósmico, lo que un día fue vida y pensamiento de hombre o de mujer. Consumado es el holocausto orsiano.

      Inquisidores, depuradores y quemadores de sí mismos no han faltado en la Historia, raro es el genio que soporta el espectáculo de la propia creación.

      Pero no es ese el objeto del incruento sacrificio que hemos descrito. Para que el árbol se desarrolle conviene cercenar algunas de sus ramas; de cada tres brotes uno será destruido a fin de que los otros crezcan más vigorosos. «Si tu rebaño te ha dado tres corderos, lleva uno de ellos al altar y quémalo en ofrenda de los dioses».

      Esta era sin duda la idea de Eugenio d'Ors. «Una página ignorada de todos que vuela por la ventana y subirá allá arriba sobre las gradas de oro de un rayo de luz para que Apolo me sea propicio».

      Â¿Voluptuosidad pagana o vieja sabiduría mediterránea? Quizás un poco de lo uno y de lo otro.

      La idea de la renunciación es misteriosamente atractiva. «Sacrifica la mitad de tu vida y colma de méritos la otra mitad». Los espíritus fuertes siempre han sentido la necesidad de esta poda interior para que el alma no se derrame tras las cosas efímeras y pueda en cambio verterse en plenitudes y en profundidades.

      Si los pastores inmolaban los toros y los corderos criados con tanto afán, no hay ninguna razón para que un intelectual no lleve a la pira sus propias páginas.

      De cada tres de sus libros, un buen escritor debería quemar uno antes de darlo a la imprenta. (¿Por qué los banqueros no quemarían también sus billetes de Banco, uno de cada tres? Este sería un buen medio de evitar la inflación).

      La idea aristocrática del holocausto no cabe en la mente del hombre positivista. «¿Por qué derramar esos caros ungüentos? ¿No sería mejor dar su importe a los pobres?».

      El extraño rito hierofántico de don Eugenio, destruyendo en la evocadora noche del año viejo una de sus páginas mejor trabajadas, tenía, a mi entender, el valor de una lección contradictoria. El venía a enseñar paradójicamente el significado de la renunciación a una generación de mercaderes que nunca quiso oír hablar de ella.

      Postura aleccionadora... A menos que no fuese una de tantas extravagancias de hombre importante que quiere divertirse a costa de la vulgaridad de los demás.

 

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