Carlos Santamaría y su obra escrita

 

«Suboptimizar»

 

El Diario Vasco, 1957-12-22

 

      Los puristas truenan contra los barbarismos. Siempre que sean lógicos y necesarios, y les tengo, sin embargo, una gran simpatía —a los barbarismos, quiero decir, no a los puristas. Hay barbarismos que vienen de la barbarie o de la ignorancia y barbarismos que vienen de la necesidad o de la conveniencia. Cuando una palabra, de cualquier idioma que sea, me evita un largo circunloquio y me permite manifestar, de un modo muy expresivo y claro para todo el mundo, algo que, dicho de otra manera, resultaría difícil y oscuro hasta para mí mismo, yo la acojo agradecido.

      Especialmente necesarios resultan hoy ciertos verbos tan delicados en la forma como en el contenido, tales como «cowentrizar», «defenestrar», etc.

      Â¿Quién no recuerda el delicioso verbo «bunburizar», de Oscar Wilde? Bunbury es un personaje imaginario, un amigo enfermo al que hay que atender, y que un juerguista, que al final resulta llamarse Enrique, se inventa, para abandonar su casa sin escándalo de nadie, un par de días a la semana.

      Los técnicos de la organización emplean ahora el verbo «suboptimizar», cuya significación aparecerá seguramente poco clara a primera vista, para el lector. Este verbo es, sin embargo, precioso, porque representa cierto modo de valorar las cosas que todos usamos con frecuencia, a veces sin darnos cuenta y en ocasiones porque no nos queda más remedio.

      Uno que se coloque ante un caso, ante una decisión que ha de adoptar, lo hará de modo que el resultado venga a ser el mejor posible, al menos, para sí mismo. Se inclinará, pues, por lo que él supone ser lo óptimo. El que hace esto «optimiza», es decir, elige las condiciones óptimas para la realización de su acto.

      Pero toda optimización requiere un criterio; unas condiciones previas de valoración del acto, y, en suma, una finalización del mismo: saber qué fin pretendo yo al realizarlo.

      Un señor «suboptimiza» cuando se desentiende del fin más lejano y se fija sólo en el más próximo, en el fin inmediato que, por una u otra razón, le está confiado a él. Todo especialista tiende naturalmente a suboptimizar.

      Así, por ejemplo: en una empresa el jefe de ventas procurará vender más; el de publicidad, popularizar el producto; el de producción, producir más, o acaso producir más barato o, tal vez, producir mejor, que de todos estos modos y aún de otros puede entender su oficio; el de personal, humanizar la empresa o, quizás, lo contrario: jugar a la perfección el papel de negrero; la dirección procurará complacer a los consejeros y éstos intentarán obtener para los accionistas los mayores dividendos posibles, ya que en esto se suele hacer consistir de ordinario el fin de la empresa. Todos «suboptimizarán», pues, cada uno en su esfera, olvidando que la empresa, obra social, puede y debe tener un fin común, que comprenda y armonice todos los fines parciales, a veces opuestos entre sí, que hemos enumerado y otros muchos que podríamos enumerar.

      Notemos que muchos «suboptimizadores» reunidos no siempre hacen el bien de la empresa, sino su ruina.

      Existen por ahí infinidad de personas honradas o que se creen honradas porque «suboptimizan» a conciencia. Le dicen a uno: «¿Que puede pasar esto o lo otro? ¿Que la sociedad va hacia aquí o hacia allá? Esto a mi no me incumbe. Yo cumplo con mi deber. Yo hago las cosas bien «en mi esfera».

      Los suboptimizadores son de la familia de los topos: ellos se mueven en su misión concreta, como el ratón dentro del queso, y se están ahí, tan a gusto. Lo que hemos dicho de la empresa lo repetimos de la sociedad en su conjunto: la suma de muchos suboptimizadores no produce otra cosa que el desbarajuste general.

      Como Quevedo arremetía contra los «arbitristas» o «armachismes» —como él les llamaba—, yo arremetería hoy contra los «suboptimizadores» de toda especie.

 

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