Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Problemas y soluciones

 

El Diario Vasco, 1959-04-19

 

      Los problemas más graves son aquellos que uno se atreve a descubrir a su propia conciencia. Esta afirmación vale tanto para lo individual como para lo colectivo, para lo político como para lo religiosos. Los psicoanalistas saben mucho acerca de esto, pues no en vano se dedican a extraer los problemas de los escondrijos de las almas. Sus conclusiones pueden ser, en alguna manera, aplicadas a los pueblos y —según ya creo haber apuntado más de una vez en este mismo lugar— merecería la pena de que lo fuesen a nuestro pueblo, enfermo quizás —¿qué pueblo no lo está de algo?— de insinceridad consigo mismo.

      Uno de sus mayores males es, quizás, el de que no quiera ver sus propios problemas; no digo las soluciones de los problemas —que esto sería ya mucho decir—, sino los problemas mismos. El día que nos pusiésemos a descubrirlos en su raíz, en su entraña, tendríamos andada la mitad del camino para resolverlos.

      Pero parece que hoy está mal visto que se diga que en nuestra sociedad existan problemas, sea de la clase que sean. Esta actitud resulta extraña porque —como se ha indicado tantas veces por escritores contemporáneos— en un organismo vivo tiene que haber problemas y sólo las momias carecen realmente de ellos. Aquí se ve, se lee y se oye de todo: de lo divino y de lo humano, de lo conocido y de lo desconocido, de todo, salvo, quizás, de nuestros más auténticos problemas, y esto si que es un problema auténtico.

      Hay quienes le tiene un miedo tan terrible al problematismo que aspiran a que a la gente se le entretenga con cosas e ideas banales, sin planteársele cuestión alguna que pueda inquietarla o que si se le plantea, porque no hay más remedio, se le dé inmediatísimamente —o mejor todavía por anticipado— la solución, para que no quede el más mínimo resquicio para el titubeo y la reflexión personal. Así llegamos a una situación paradójica: de la misma manera que hay naciones donde la gente se ahoga en su problematismo, en un océano de problemas sin solución, yo diría que aquí nos ahogamos en una masa de soluciones sin problema, quiero decir, sin problema consciente, reflexionadamente sentido y vivido, como condición previa a toda solución del mismo. Esto afecta a los jóvenes en mucho mayor medida que a los hombres maduros, como es natural.

      Â«Si quieren soluciones, anden a la tienda de enfrente, porque en la mía no se vende semejante artículo» —escribía en uno de sus ensayos Miguel de Unamuno—. Claro que esto a mí me parece una atrocidad, pues no se puede cultivar el problema por el problema, la inquietud por la inquietud. Un hombre que escribe para el público y que le plantea problemas, no puede lícitamente escamotearle sus propias soluciones y está obligado a presentárselas siempre que honradamente pueda hacerlo.

      Tan malo como el culto de la solución prefabricada puede resultar el culto del problema sin solución. Entre estos dos extremos yo me atrevo a pensar que la función del escritor debe consistir en primer término en alumbrar problemas, en ponerlos a la luz del día, para que todo el mundo los vea y los sienta como tales y a todos les mueva el ansia y el afán de resolverlos. Pero también forma parte del deber del escritor el poner a la gente —en la medida de lo posible— en condiciones de alcanzar estas soluciones y el ayudarla a que las busque y las encuentre realmente.

      El propio Unamuno decía en otro lugar que hay cosas para las cuales existe una puerta «que no se la puede mostrar hombre a hombre, sino a lo sumo meterle en deseo de buscarla por sí». Bella frase que —a condición de matizarla y restarle un poco de lo que tiene de exageración— yo no vacilaría en suscribir. Las soluciones hechas no suelen dar casi nunca buen resultado; hay cosas que es necesario buscar y encontrar por sí mismo.

      Yo quisiera meter a mucha gente en el deseo de que buscase por sí misma, en la seguridad de que «quien busca halla».

 

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