Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Autocrítica

 

El Diario Vasco, 1959-08-16

 

      Es una mala costumbre esta que yo he adoptado de filosofar en el periódico. Claro está que en el periódico se puede escribir de todo, incluso de filosofía, pero a condición de hacerlo partiendo del suceso, de la noticia, del hecho concreto. En el periódico manda el acontecimiento, manda la actualidad, entendida esta palabra en el sentido más riguroso y fugaz.

      Reconozco y me acuso de que mis «Aspectos» suelen barajar generalmente ideas generales y abstractas, como si no pasase nada en el ahora y en el aquí, o, dicho más vulgarmente, ante las propias narices de uno. Y esto, señores, no esta nada bien. «Mea culpa».

      Todo lo que vive en el tiempo tiene su pulso. Lo tienen las plantas. Lo tienen los animales, las eras geológicas, los movimientos astrales. Lo tienen las olas del mar.

      También el pensamiento del hombre tiene su pulso: avanza y retrocede, va y viene, trabaja, se afana, y luego descansa.

      La Historia, la gran Historia, tiene el pulso largo y tendido. El pulso del periodismo es, en cambio, corto y rápido.

      El «tempo» del historiador es la edad, la época o, en último extremo, la generación. El del periodista es mucho más reducido y concreto: su pulsación es el día, la duración justa de una jornada.

      En definitiva, ¿qué es lo actual? ¿Qué es la actualidad? Para el historiador pueden serlo cosas que ocurrieron hace miles de años, con tal de que aún no hayan llegado a ser puro pretérito. Desde este punto de vista los griegos no han dejado de ser actuales, ya que, al fin y al cabo, nosotros también pertenecemos a la galaxia helénica. (Más de la mitad de las cosas que dice la técnica moderna las dice todavía en griego).

      En cambio, para el periodista, todo lo que transcurra más allí de las veinticuatro horas empieza ya a ser arqueología o materia de archivo. Ninguna especie de árbol tiene hojas más efímeras como las del periódico. Estas hojas que hoy nos llenan de interés, con los títulos de una noticia sensacional, mañana sirven para toda clase de menesteres ruines.

      El suceso, el acontecimiento, la noticia, tienen la virtud de enfrentarnos con lo concreto. Al enjuiciarlos no valen generalidades ni escapatorias. Al pan, pan, y al vino, vino. Frente al suceso el hombre se ve obligado a tomar postura. Por eso el oficio de periodista, cuando en genuino, resulta notoriamente arriscado.

      Interpretar, comentar, enjuiciar hechos, no es tan fácil como parece; uno puede encontrarse con serios inconvenientes. Si no cabe hacerlo con plena y auténtica lealtad al propio pensamiento, vale más callarse y encaramarse a las ramas más altas de la abstracción y de la generalización, para verlo desde allí todo a vista de pájaro. En resumen, es mejor ser historiador genuino —dejar que lluevan siglos sobre las cosas— que ser periodista artificial.

      El ritmo de la vida moderna es típicamente periodístico. Hoy se tiende a hacer periodismo en todo —periodismo en la Historia, periodismo en el Arte y en la Teología—. (Recuerdo el comentario desdeñoso de un filósofo viejo estilo en cierta reunión de intelectuales: «Estos señores no son filósofos; no son más que periodistas»).

      Yo, sin embargo, me dedico precisamente a lo contrario: a hacer, a mi manera, una especie de filosofía de la historia en el periódico.

      Soy, por lo tanto, reo de idealismo. El marxismo me condena. El positivismo conservador, también. «Mea culpa». «Mea culpa».

 

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