Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El bofetón

 

El Diario Vasco, 1960-05-29

 

      Una bofetada es una humillación terrible. Si usted no se saca la espina, si no devuelve el golpe a su agresor, si no le reta a duelo, si no le lleva a los tribunales... en suma, si se aguanta y se retira de la escena, rabo entre piernas, después de recibido el bofetón, usted se queda profundamente humillado y lo más probable es que nunca pueda ya olvidar lo sucedido.

      El bofetón tiene una particular importancia en los profundos análisis de Dostoievski. En varias de sus novelas encontramos, en efecto, el personaje abofeteado, no simbólica, sino realmente: sencillamente, el tipo que ha recibido una torta. A menudo, un hombre honorable, un oficial del Ejército o un funcionario de cierta categoría que, por causa del incidente, pierde la carrera o la abandona espontáneamente, la torta, sino el efecto que produce en la conciencia, demasiado lucida, del ofendido. Se siente deshonrado para siempre y a lo mejor se pasa la vida paladeando su propia humillación, a menos que no le de por entregarse a fondo a la bebida, o ambas cosas a la vez.

      No es una casualidad que Camus haya «repescado» el tipo del abofeteado y lo haya llevado a «La Chute» con todos los honores y garantías de un análisis concienzudo. El episodio figura en la página 61 de la 132 edición de Gallimard y constituye, a mi juicio, uno de los elementos más importantes del relato. Cuestión de señales luminosas; una discusión que se agria; embotellamiento de coches; un montón de automovilista que se impacientan y de claxons que empiezan a sonar y, de pronto, ¡zas!, un sopapo monumental.

      Para cuando el maldito de Bautista Clemence piensa en repeler la agresión, se encuentra ya dentro del coche, conduciendo a toda velocidad para no interrumpir la circulación; pero el estúpido incidente ha cambiado el aspecto de su existencia, hasta entonces tan optimistas: «Después de haber sido golpeado en público sin reaccionar, me resultaba imposible el seguir acariciando la bella imagen que me había formado de mi mismo». Desde entonces se amargará, se reconcomerá y se mortificará, no resignándose a la idea de no haber devuelto el golpe al «tipo aquel».

      Lo del Evangelio de «poner la otra mejilla» es algo enorme, algo inconcebible para la naturaleza humana. Sin embargo, lo oímos decir y lo repetimos como si fuese la cosa más natural del mundo. ¿Acaso no se ha convertido en un tópico, un lugar común sin valor efectivo?

      Un bofetón que se recibe es casi siempre una gran lección sobre sí mismo y sobre los demás. O sirve de terrible aprendizaje o le empuja a uno hacia esas regiones del subsuelo humano —del resentimiento— que Camus y Dostoievski han descrito tan a fondo.

      Quien más, quien menos, todos tenemos algo de hombres resentidos. A todos nos han dado alguna bofetada, o real o metafórica, alguna vez, y deben ser poquísimos los que, en verdad de verdad, han sido capaces de ofrecer la otra mejilla.

 

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